La culebrina
Me considero afectado por los rumores sobre el desmantelamiento y traslado del Museo del Ej¨¦rcito a otro lugar, otra provincia, a fin de saciar la bulimia exhibidora del Prado. Es decir, del grupo afectado de ansia expansiva patol¨®gica: quieren el Cas¨®n del Buen Retiro, el claustro de los Jer¨®nimos -mi poco frecuentada parroquia-, la academia, este museo, ?qu¨¦ s¨¦ yo! Todo viene corto para esos prop¨®sitos, tema que mal cabe en una columna.Transcurri¨® mi adolescencia en las inmediaciones y no me libro de esa mejor recordaci¨®n de los a?os remotos que de los pr¨®ximos. Aquella ¨¦poca, con sus esplendores y sombras, es, quiz¨¢s, la de m¨¢s grata memoria. Viv¨ªa, con los padres, en la calle de Antonio Maura, entre el Retiro y el paseo del Prado, cuya parte trasera es la de Fern¨¢n N¨²?ez, esponjada para cobijar este singular edificio. La alta terraza daba a mi dormitorio, en el piso entresuelo, desde donde sol¨ªa descolgarme para jugar en aquel espacio, entonces sin un solo portal, ni apenas circulaci¨®n rodada. All¨ª no hab¨ªa guardas jurados. En la amplia terraza, unos ca?ones de hierro dirig¨ªan la boca hacia nosotros. Forma, pues, parte de mi patrimonio visual, de mis andanzas, de la libertad y descuido cuando jug¨¢bamos al f¨²tbol, desde?ando el espl¨¦ndido parque vecino, las incursiones entre la artiller¨ªa al aire libre e incluso la utilizaci¨®n del alma de la culebrina Nuestra Se?ora de Guadalupe, a la que trataba con gran confianza e hipotecaba secretos vedados a la gente mayor.
El madrile?o, el ciudadano, visita muy poco los museos, en la confianza de poderlo hacer m¨¢s adelante, la campechan¨ªa de tenerlos a mano, la pereza que da salir si hay mal tiempo y encerrarse si es bueno o muy bueno. Apenas recuerdo la ¨²ltima vez que por all¨ª anduve. En la remota ¨¦poca se llam¨® Museo de Artiller¨ªa, y eso fue desde que, en 1841 (seg¨²n el prospecto), el general Espartero traslad¨® las piezas reunidas en el palacio de Buenavista. En 1932 -mis edades- se enriqueci¨® con fondos de otras armas, y s¨®lo despu¨¦s de la guerra civil se llam¨® Museo del Ej¨¦rcito. He vuelto el domingo para sentir el cosquilleo bastardo de la historia de Espa?a, como una remota saga familiar de la que estar orgulloso, algo que se experimenta si uno va sin apoyos did¨¢cticos.
Curioso el encuentro con nombres y lugares a los que damos otro significado. Ya en la escalinata inicial, flanqueado de lantacas, o sea, culebrinas de poco calibre, descubrimos que unas fueron capturadas en Mindanao, otras a los piratas moros de la isla de Jol¨®, en el conf¨ªn del mundo. De las bombardas que lanzaban bolas de piedra, en el siglo XV, hasta los ca?ones que retumbaron en Flandes, cada uno con su nombre propio, su identidad. Por ah¨ª despunta el esp¨ªritu co?¨®n del espa?ol: de las apelaciones desmesuradas, "El rayo", "El drag¨®n", "El destruidor", terminator del imperio, se cabriolea hasta el mote cazurro: "Esp¨¦rame, que all¨¢ voy", o "La tetuda", apodos de los trenes blindados que acompa?aron a Carlos V.
Los maniqu¨ªes que endosan arreos militares encarnan una variada letan¨ªa: piqueros, coracineros, arcabuceros, mosqueteros, alabarderos, granaderos, cazadores, guardias. El atuendo va de la armadura al coselete, al pa?o; del cuerpo a cuerpo con la partesana, el espont¨®n, la espada, el sable, hasta la bala que viene de lejos. Entre la confusi¨®n de la brillante chatarra, el lenguaje militar nos da alguna clave: ese gancho, en la parte derecha del peto, es el ristre, donde se encaja la manija de la lanza, para afianzarla, ?as¨ª cualquiera! Parece que no hab¨ªa zurdos y s¨ª forzudos.
En anchos armarios, como haza?as disecadas, el resguardo de las banderas laureadas, trapos victoriosos, sudario de capitulaciones. No estoy de acuerdo en que muevan de ah¨ª el museo, porque ha fraguado la simbiosis entre el continente y lo que se conserva. Pas¨¦ all¨ª la ma?ana del domingo, apenas dos horas y media evanescentes, record¨¦ cosas olvidadas y aprend¨ª otras, completamente innecesarias. Solicit¨¦ permiso para franquear la incomprensible cinta que impide el acceso a la gran terraza donde est¨¢n las culebrinas. "No se puede", me dijo un conserje, con la satisfecha sonrisa de quien proh¨ªbe algo. "Hay normativas, ?sabe?".
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