La normalidad de lo ins¨®lito
En Estados Unidos ocurren cosas verdaderamente extraordinarias, cosas propias de un pa¨ªs al que parece preocuparle m¨¢s el gradiente que adquieren las erecciones presidenciales que los cuarenta millones largos de ciudadanos que viven por debajo del nivel de la pobreza. Hace unos treinta a?os, por ejemplo, un plomizo domingo del mes de agosto de 1969 para m¨¢s se?as, las sirenas de los coches patrulla despertaron de manera intempestiva a los habitantes de la peque?a ciudad de Palo Alto. Iban a detener a unos cuantos estudiantes, a quienes condujeron a la "prisi¨®n del condado de Stanford" para jugar a ser presos. All¨ª, tras el procedimiento de rigor (registo minucioso, desinfecci¨®n y sustituci¨®n de la ropa de calle por el uniforme de la prisi¨®n), se toparon frente a frente con unos tipos malencarados y altivamente encorsetados tras sus gafas de sol reflectantes: ellos ten¨ªan que jugar a ser guardianes. Pasado el aturdimiento, los prisioneros protagonizan el primer mot¨ªn levantando barricadas dentro de las celdas y provocando a los guardianes. ?stos deciden hacer frente a la rebeli¨®n; con ayuda de un extintor de di¨®xido de carbono, les obligan a retroceder, entran en las celdas, los desnudan, sacan fuera los catres, ponen a los l¨ªderes en celdas de castigo y comienzan a intimidar al resto. Para prevenir futuros desmanes establecen un sistema de reglas caprichosas y est¨²pidas de obligado cumplimiento, se emplaza a los prisioneros a trabajos aburridos y carentes de toda utilidad, etc¨¦tera; as¨ª hasta el sexto d¨ªa, en el que el experimento, previsto para dos semanas, tuvo que ser bruscamente interrumpido para evitar males mayores.Las estremecedoras fotograf¨ªas de A. G., uno de los autores de la matanza de Arkansas (EL PA?S, 27 de marzo de 1998), empu?ando con inocente decisi¨®n una pistola, suponen un considerable apoyo a alguna de las hip¨®tesis que Philip Zimbardo manejara para dar cuenta de los resultados de su ingenioso experimento: la situaci¨®n experimental sirve tan s¨®lo de excusa (marco estimulante artificialmente creado) para reproducir modelos de relaci¨®n interpersonal de los que hemos sido testigos a lo largo de nuestra vida; muchas veces, en primer¨ªsima persona. Los fines de semana, sin ir m¨¢s lejos, bajo la sol¨ªcita tutela de su padre, A. G. se preparaba para convertirse en un hombre de provecho aprendiendo a afinar su punter¨ªa en el uso de las armas de fuego. Todos los datos apuntan a que lo hac¨ªa con la misma naturalidad y tranquilidad de ¨¢nimo de quien dedica el descanso semanal a recorrer en familia la serran¨ªa de Cuenca; con una naturalidad no exenta de una oscura perversi¨®n: la interiorizaci¨®n de lo ins¨®lito c¨®mo parte de la cotidianidad, la habituaci¨®n a actividades y la adquisici¨®n de destrezas que, a las primeras de cambio, colocan a la persona al borde del abismo.
En su oportuna columna Killers (EL PA?S, 28 de marzo de 1998), Vicente Verd¨² acaba tambi¨¦n por dar la raz¨®n a Zimbardo; es verdad que lo hace acorralado por las dudas y sumido en el des¨¢nimo de esta posmodernidad indolente del que tan ping¨¹emente se benefician algunos espabilados (en el caso que nos ocupa, la poderosa Asociaci¨®n Nacional del Rifle, sin ir m¨¢s lejos): "El problema de los ni?os asesinos parece insoluble", sentencia. Probablemente tenga raz¨®n, pero la acertada referencia a los fertilizantes que nutren la cultura de la agresividad lo hacen definitivamente part¨ªcipe de una postura que previamente hab¨ªa descartado por ineficaz: la relaci¨®n entre impulso criminal y atm¨®sfera social. Si sustituimos el "impulso criminal", un concepto correoso que ha producido en la psicolog¨ªa un considerable desbarajuste te¨®rico, por algo menos comprometido; si hablamos sencillamente de conductas agresivas o violentas, probablemente encontremos algo m¨¢s satisfactoria la atm¨®sfera social como marco de referencia, y a partir de ah¨ª se abrir¨ªa una puerta al optimismo. Porque, aunque ¨¦ste deba ser un terreno ajeno a los gustos personales, no se nos debe ocultar que hay alternativas que se nos presentan inevitablemente atadas al individualismo m¨¢s reaccionario y conservador, ese que mantiene que la normalidad y la patolog¨ªa es un estado que tan s¨®lo se puede atribuir a las personas (a alg¨²n traspi¨¦s gen¨¦tico, a algunas inconclusas experiencias que se sit¨²an fuera del alcance de la conciencia, a un legado instintivo, etc¨¦tera), y niega categ¨®ricamente la necesidad de intervenir sobre ambientes, situaciones sociales, decisiones pol¨ªticas y normas del mercado que llevan dentro de s¨ª, como algo perfectamente natural, la semilla de la violencia. Vicente Verd¨² menciona alguna de ellas: la libre tenencia de armas, el descontrol de los canales de televisi¨®n, la parafernalia b¨¦lica de la VI Flota preparando un ejemplarizante castigo a Sadam Husein que se saldar¨ªa con la muerte de varios cientos de personas inocentes, etc¨¦tera; todas ellas, por cierto, imperturbables deudoras del libre mercado, un simple principio de transacci¨®n econ¨®mica al que las democracias occidentales han convertido en un dios voraz y cruel.
Tiene toda la raz¨®n Scott Johnson, el padre de M. J., otro de los autores de la matanza de Arkansas, cuando dice que su hijo no es un monstruo (EL PA?S, 27 de marzo de 1998). Podr¨ªa ser un consuelo para aliviar la angustiosa incertidumbre de algunos padres y educadores, pero atentar¨ªa contra el incuestionable principio de que el hombre es fruto de su aprendizaje y, por s¨ª fuera poco, nos hurtar¨ªa la imprescindible tarea de coadyuvar al tr¨¢nsito del impulso a la racionalidad (en acertada expresi¨®n de G. H. Mead), de convertir un "organismo" en una "persona". La amarga extra?eza del bueno de Johnson sirve tambi¨¦n de apoyo a Zimbardo; por ello parece m¨¢s que irresponsable llamarse andana frente a lo ocurrido ("no tengo ninguna explicaci¨®n, nadie la tiene"). No es verdad; hay una explicaci¨®n, y ¨¦l es precisamente quien m¨¢s datos puede ofrecemos para su esclarecimiento, a no ser que el homo videns (todo pudiera ser) vaya camino de caer presa de un fatalismo que nos libera de la tarea de educar a nuestros hijos (la socializaci¨®n es un mecanismo mediador entre las condiciones de la estructura social y las caracter¨ªsticas de la estructura psicol¨®gica) por entender que el destino se cumplir¨¢ con precisi¨®n inexorable, en virtud de la fuerza de un inconcluso azar. A las puertas del siglo XXI, una creencia de este tenor s¨®lo tiene justificaci¨®n en la molicie finisecular, en la ignorancia o en la recalcitrante negaci¨®n de los hechos de la historia en general y de las peripecias biogr¨¢ficas en particular. Y no parece que ninguna de ¨¦stas sean excusas a tener en cuenta.
Sea como fuere, motivos hay para la amargura; casi tantos como para la esperanza. Todo depende de d¨®nde pongamos el acento. Cierto es que los ¨ªdolos, conductas y convicciones televisivas que menciona Vicente Verd¨² ofrecen pocas excusas para el optimismo, pero puede ser bastante consolador saber que la psicolog¨ªa ha sido capaz de detectar las condiciones que atentan contra el bienestar f¨ªsico, social y psicol¨®gico de las personas. Si sirve o no sirve para algo es harina de otro costal, pero lo que desde luego puede llegar a ser letal es que las democracias posindustriales se escuden en la ignorancia.
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