Fierro
El nombre ha sonado estos d¨ªas, con el redoble de campanas funerales. Ha muerto, tras una larga y fastidiosa enfermedad, un hombre cuyas circunstancias originales y su posici¨®n social le tuvieron entre las sombras que se producen en la primera fila de todas las actualidades. Nos conocimos en la infancia, all¨¢ en el litoral asturiano donde tengo mis ra¨ªces. Esa homogeneidad democr¨¢tica que es la ni?ez nos un¨ªa junto a las olas de la extensa playa de San Juan de la Arena, disput¨¢ndonos una pelota, cambiando los cubos y las palas durante el in¨²til af¨¢n de construir palacios en la arena. He sido, Alfonso Fierro lo recordaba, si ven¨ªa a cuento, el amigo cronol¨®gicamente m¨¢s antiguo. Su padre consolid¨® una de las grandes fortunas espa?olas, reparti¨¦ndose, con March, la zona visible del olimpo financiero. Quiz¨¢ pudiera yo pasar, en aquellos tiempos, por m¨¢s espabilado y con mayores y fingidas experiencias en las cosas de la vida de los diez a doce 0 trece a?os, pues los hijos de los millonarios -las cosas eran as¨ª- llevaban una existencia resguardada de contaminaciones exteriores. En la magn¨ªfica propiedad estival -hoy remozada y me dicen que superlativamente alhajada y modernizada situada en el segundo recodo del r¨ªo Nal¨®n sobreviv¨ªan las ruinas de una torre o fortaleza "que un rey mand¨® edificar, 1 a manera de atalaya, 1 para defender la playa / contra los riesgos de la mar", seg¨²n versos, un poco ramplones, que se han quedado enredados en la memoria de un poeta y sacerdote local. De las piedras medievales, cobijadas por un peque?o bosquecillo de casta?os y robles, supongo que tom¨® nombre El Castillo, suntuosa referencia en aquellos tiempos.
Algunas tardes, convenido a la hora del ba?o, me desplazaba desde nuestra modesta casa alquilada, a golpe de pedales, en una bicicleta destartalada de pi?¨®n fijo, para jugar con aquellos ni?os ricos y fingir la proeza de montar la pareja de ponis y merendar en compa?¨ªa de nurses, mademoiselles y frauleins. Creo recordar que intentaba comportarme como si aqu¨¦l fuera el ambiente donde se desarrollaba mi existencia cotidiana, lo que no era, en, absoluto, cierto.
Coincidimos en el mismo colegio madrile?o, en el mismo curso, aunque no compart¨ªamos la misma clase. Nos un¨ªan las jornadas veraniegas, durante las cuales, ¨¦l mismo me lo confes¨®, sent¨ªa cierta admiraci¨®n por lo que consideraba una vida libre y casi an¨¢rquica, desprovista de condicionamientos y rica en atractivos, apenas entrevistos por su imaginaci¨®n, lo que tampoco era verdad.
Desde aquellos tiempos han transcurrido casi setenta a?os, y es al final de nuestro recorrido cuando coincidimos, muy a menudo, a la hora del aperitivo, en un bar que, a fin de conservarlo abierto, en momentos de crisis, lo compr¨® y sostuvo para ¨¦l y sus amigos. Muy enfermo ya, lo traspas¨® a los propios trabajadores, que cerraron las puertas en se?al de luto y respeto por quien fue su improvisado patr¨®n y generoso cliente. Ellos me dieron la noticia por tel¨¦fono: "No abrimos ma?ana, s¨¢bado. Ha muerto don Alfonso hace un rato".
Imagino que Alfonso Fierro tendr¨¢ abundantes notas necrol¨®gicas, a las que quiero a?adir esta impresi¨®n personal. Fue el espa?ol que menos se correspond¨ªa con el arquetipo: flem¨¢tico, equilibrado. Aunque nunca tuvimos relaci¨®n estrecha, conservo de ¨¦l una imagen inalterable. No le escuch¨¦ una carcajada estent¨®rea ni tampoco un adem¨¢n col¨¦rico. Mantuvo la maestr¨ªa sobre sus sentimientos, cosa ciertamente notable, aunque esa aparente frialdad fuese compatible con devociones y lealtades incondicionales entre la mayor¨ªa de las personas que le trataron. Resultaba curioso comprobar la gran timidez de este hombre poderoso cuando atend¨ªa las solicitudes de los muchos necesitados que se le acercaban, no solamente en el terreno de los socorros materiales, que siempre estaba en condiciones de satisfacer, sino cuando pon¨ªa en juego sus influencias para remediar situaciones comprometidas, incluso en el terreno de la pol¨ªtica, de lo que soy testigo y, en cierta ocasi¨®n, beneficiario. Tuvo todo, o casi todo, cuanto se puede desear. Pongo la mano en el fuego para sostener que nadie se haya alegrado con su desaparici¨®n. Lo que es mucho decir.
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