Sin sorpresas
No hubo sorpresas. Ni siquiera el morbo de ver a la arpista. En su lugar, en el Palau de la M¨²sica de Barcelona, hab¨ªa un se?or de frac, bien plantado, que hac¨ªa su trabajo con la precisi¨®n del cirujano. Demasiadas cosas extramusicales se citaban en esta actuaci¨®n de la Filarm¨®nica de Viena: ver si volv¨ªa a sonar la flauta desafinada y nuestro pa¨ªs se convert¨ªa, de s¨²bito, en el David sinf¨®nico matagigantes. Pero no son¨® mal la flauta en Barcelona, ni por casualidad. Habr¨¢ que esperar a la repesca, hoy, en el Auditorio de Madrid. Pasen, se?ores, pasen y hagan juego. Algo hay, de excesivo en las giras del monstruo. Se puede medir por el n¨²mero de coches con ch¨®fer que esperan a ilustres pasajeros a: la salida. O por el precio de las entradas: 19.500 del ala la butaca de platea, 8.000 la m¨¢s barata (sin visi¨®n). Desde luego, si no lo hacen bien hay como para agarrarse un cabreo. Pero la multinacional austriaca no acostumbra a fallar. Es capaz de mantener una formaci¨®n impecable en el foso de orquesta de la ¨®pera de Viena y otra, igualmente impecable salvo que un golpe de sol en Canarias la arrastre al precipicio, de gira por el mundo. Todo con el sello propio de "la mejor orquesta del mundo". M¨²sica franquiciada, como las hamburguesas.
Orfebrer¨ªa
Esta vez el programa no preve¨ªa incursiones al repertorio for¨¢neo. Todo compositores de casa:, las Seis piezas para orquesta, op. 6, de Anton Webern; el Concierto para oboe y orquesta de Mozart, y la Sinfon¨ªa n¨²mero 1, la tit¨¢nica, de Gustay Mahler. La verdad es que empezar con Webern tuvo algo de expedici¨®n punitiva: esa m¨²sica todav¨ªa no serial, pero s¨ª marcadamente ato?al, dif¨ªcil, debi¨® de dejar a m¨¢s de uno perplejo. Fue lo mejor, pura orfebrer¨ªa: los pianissimi de la percusi¨®n destilados nota a nota; la cuerda tensa en los dolientes un¨ªsonos,- el metal calibradamente desgarrado. Zubin Mehta sin partitura, elegante, controlando como un relojero el artefacto sonoro. Lleg¨® el bueno de Mozart y un alivio pareci¨® recorrer la sala. M¨¢s de la mitad de los m¨²sicos abandonaron el escenario, s¨®lo 28 permanecieron en sus puestos. Muy bueno el solista, Martin Gabriel: pasa maner¨ªa fina. Soberbios los engarces de sus cadencias con el tutti orquestal: nadie se anticipa ni se retrasa. Algo hay, sin embargo, en el Mozart de los vieneses oficiales de excesivamente rococ¨®, de pre Harnoncourt (otro vien¨¦s, menos oficial), no han asimilado la posibilidad de contrastar m¨¢s, lo llevan haciendo as¨ª toda la ,vida. Suena algo antiguo: es su sello.
Con Mahler tuvo esta orquesta una intensa relaci¨®n de amor-odio. No la lleg¨® a analizar el vien¨¦s del div¨¢n y hubiera sido interesante. Quiz¨¢ habr¨ªa anticipado por qu¨¦ tanto vaiv¨¦n sentimental acabar¨ªa por dar una realidad brillante: los m¨²sicos sienten a Maliler como propio, ah¨ª no hay quien les tosa. Gran trabajo de Melita: pies junto! la mayor parte del tiempo, ning¨²n aspaviento (ni siquiera en los cuasi clusters del cuarto movimiento). Ensancha los brazos como si abrazara el sonido cuando ampl¨ªa, deja muerta la batuta junto al cuerpo y mueve m¨ªnimamente la mano izquierda cuando busca el detalle, la resonancia que quiz¨¢ s¨®lo ¨¦l puede captar.
Dos piezas fuera de programa, ambas con la mejor franquicia: Rosas de azul, de Johann Strauss, y Tren r¨¢pido, de Eduard Strauss. Por momentos, los del ch¨®fer y los que no nos convertimos en japoneses fotografiando el Musikverein el d¨ªa de A?o Nuevo. Eso s¨ª, nadie hace el tres por cuatro como los filarm¨®nicos vieneses: precipitan el segundo tiempo, r¨¦trasan y acent¨²an el tercero. Milim¨¦tricamente. Es el sello de la casa. Como una figurita de Lladr¨®.
Babelia
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