Aquella Rep¨²blica
Desde nuestra actual etapa democr¨¢tica, cada mes de abril, al llegar, con mayor o menor intensidad las refrescantes lluvias que hacen bueno el refr¨¢n, no son pocas las miradas que se vuelven al recuerdo de un hist¨®rico abril. Y es que, en realidad, no es posible negar que bastante de refrescante para nuestra, a la saz¨®n, penosa vida pol¨ªtica tuvo el advenimiento de la Segunda Rep¨²blica, all¨¢ en 1931. Estos recuerdos y hasta estas nostalgias no son ni buenas ni malas en s¨ª. Siempre, claro est¨¢, que no se revistan de la pasi¨®n que ciegue la evidencia, ni se planteen como repentinas soluciones a nuestros problemas actuales. Vale el recuerdo y hasta la a?oranza. Y va de suyo que es perfectamente leg¨ªtimo el discurso legitimador de una rep¨²blica, a veces y en sectores concretos, incluso con mayor fuerza que el mismo discurso que sirve de sost¨¦n a la Monarqu¨ªa. As¨ª, en el plano te¨®rico, nada de condenable.Lo que ya resulta mucho m¨¢s discutible es que, a estas alturas, cuando los estudios sobre aquella experiencia pol¨ªtica pueblan las bibliotecas (primero gracias a los hispanistas y, m¨¢s tarde y cuando se pudo, por centenares de investigadores espa?oles) es utilizar el reclamo republicano como soluci¨®n de males en nuestro pa¨ªs. Y ello, por dos razones que me parece necesario traer a colaci¨®n una vez que hemos dejado claro el derecho a todas las opciones.
Ante todo, ni la Rep¨²blica ni la Monarqu¨ªa son buenas o malas per se. Depende de la clase de una y otra. O, en palabras algo m¨¢s concretas, desde las definiciones de Arist¨®teles o Montesquieu hasta las de nuestros d¨ªas, los reg¨ªmenes pol¨ªticos se miden no solamente por su estructura (Gobierno de uno, Gobierno de unos pocos o Gobierno del demos convertido en mayor¨ªa). Hay algo igualmente importante. Lo que los cl¨¢sicos llamaron el principio. El para qu¨¦ y para qui¨¦nes se gobierna. Por eso, tanto la historia como el presente nos ofrecen rep¨²blicas nefastas, no democr¨¢ticas, lastradas por el servicio al l¨ªder o al aparato pol¨ªtico dominante, cuanto monarqu¨ªas que unen su condici¨®n de constitucionales con su car¨¢cter de democr¨¢ticas o parlamentarias. En este ¨²ltimo apartado se sit¨²a, por no pocas razones aqu¨ª imposibles de enumerar, la actual Monarqu¨ªa vigente en Espa?a. La identificaci¨®n, tan ilusionante como cient¨ªficamente incorrecta, que los grandes personajes de la Segunda Rep¨²blica espa?ola hicieron entre ¨¦sta y democracia, careci¨® de sentido desde el comienzo. Lo apunt¨® Juan Linz ya hace a?os y lo hemos profundizado otros muchos en no pocas ocasiones. El mejor r¨¦gimen es el que mejor sirve a los intereses del conjunto del pa¨ªs. Y hoy, siendo la democracia el principio legitimador de toda pol¨ªtica en nuestro siglo y los partidos pol¨ªticos sus piezas insustituibles, dicho servicio lo puede prestar tanto una rep¨²blica como una monarqu¨ªa.
La gran ventura que nuestros constituyentes encontraron en los a?os de gestaci¨®n de la actual Ley de Leyes consisti¨®, precisamente, en encontrar un problema menos. Ya ten¨ªan bastante con otros, principalmente con la estructuraci¨®n del nuevo modelo de Estado no centralizado ni uniforme. Porque, gracias a lo que sea, ah¨ª tuvieron una Monarqu¨ªa que estaba dispuesta al cambio, a su papel de arbitraje y moderaci¨®n y, sobre todo, al impulso y respaldo en favor de la democracia. Esto es algo que no deben olvidar los mayores a veces poco agradecidos, ni los j¨®venes que no conocieron la larga serie de eventos llenos de dificultades. Nuestra democracia no cay¨® del cielo. Hubo quien quiso y supo romper continuidades con el pasado inmediato, reflejando en su actitud el parecer de una mentalidad existente en la sociedad espa?ola. Me atrever¨ªa a a?adir algo m¨¢s no del todo popular: gracias al nuevo sector de la sociedad espa?ola de clase media, muy pegada a lo econ¨®micamente conseguido en ¨¦pocas de vacas gordas y muy propensa a sacrificar lo que fuera con tal de no poner en peligro lo conseguido. Esto puede resultar algo ego¨ªsta y con escaso ditirambo hacia el socorrido argumento de la apelaci¨®n a ?las masas? o la ?lucha popular?. Influyeron, claro est¨¢. Crearon campos propicios, evidentemente. Desde las manifestaciones sindicales a la figura de Taranc¨®n. Todo contribuy¨®. Pero, a mi entender, lo decisivo fue lo antes dicho. Y por eso, precisamente por encontrar ah¨ª dicha ventura, ni los partidos de izquierda hicieron cuesti¨®n seria del tema de la Monarqu¨ªa. Por ella y por lo que ten¨ªa detr¨¢s, naturalmente. Doy un paso m¨¢s en la osad¨ªa: si en aquellos momentos los art¨ªfices del cambio se hubieran aferrado a la ?restauraci¨®n? de la Rep¨²blica, sencillamente hoy no tendr¨ªamos democracia.
Hace pocas fechas, el partido independentista Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) llenaba de asombro a la opini¨®n p¨²blica con un manifiesto en el que se comparaba la situaci¨®n actual de Catalu?a y de Espa?a con la del 14 de abril de 1931 y se afirmaba que ¨²nicamente la instauraci¨®n de la Rep¨²blica (el manifiesto se ci?e a la Rep¨²blica Catalana, naturalmente) salvar¨ªa a Catalu?a de su ?fatiga pol¨ªtica?, de su desencanto y de ?la aparente democracia?. Por supuesto, no entro en el an¨¢lisis de un texto plagado de comparaciones err¨®neas. Voy, de la mano de este pretexto, a la segunda raz¨®n que anunciaba.
Y esta segunda raz¨®n, qu¨¦ le vamos a hacer, es la del recuerdo no beat¨ªfico hacia aquella Rep¨²blica y, por dem¨¢s, a la total ant¨ªtesis con la actual situaci¨®n espa?ola. Utilizo le enumeraci¨®n:
1. La Espa?a de comienzos de los a?os treinta ofrec¨ªa una estructura social con la mayor escisi¨®n de clases posible. Quienes lo ten¨ªan todo frente a quienes nada pose¨ªan. Sin clase media como colch¨®n entre ambos extremos. Resulta incre¨ªble que alguien pueda defender que dicho dilema se d¨¦ en nuestros d¨ªas. Ni en Catalu?a, ni fuera de Catalu?a. Ni con PSOE, ni con PP.
2. Espa?a padec¨ªa a la saz¨®n un alt¨ªsimo nivel de analfabetismo, ante lo que la Rep¨²blica hizo o intent¨® hacer lo ¨²nico que pod¨ªa: dar de comer. El recurso a la reforma agraria del primer bienio no result¨® adecuado, seg¨²n se?alara hace a?os el buen amigo Malefakis. Y lo que vino despu¨¦s, mera enga?ifa, tal como en las mismas Cortes se?alaran mentalidades tan pol¨ªticamente distintas como Gim¨¦nez Fern¨¢ndez y Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera. La verdad es la verdad, y ya se sabe el resto de la frase.
3. La Rep¨²blica medio vivi¨® con un sistema de pluripartidismo extremo e ilimitado, seg¨²n la definici¨®n de Sartori. Al que, para colmo, se unieron muchas fuerzas que nunca llegaron a ser partidos serios, organizados, sino mero ?fulanismo?. Y sin olvidar, naturalmente, la existencia de partidos antisistema, m¨¢s o menos encubiertos y en un lado y en otro del profundo abanico de disensi¨®n ideol¨®gica.
4. La Rep¨²blica se mont¨® sobre una sociedad plagada de cleavages o escisiones de todo tipo. Culturales, pol¨ªticas, religiosas, de organizaci¨®n territorial, etc¨¦tera. Pi¨¦nsese el revuelo entonces surgido por la mera aprobaci¨®n de una ley de divorcio, algo que ahora hemos hecho y no ha pasado nada. Un ejemplo de cruzada religiosa al que no parece estar dispuesto nadie en los momentos actuales. Ni la Iglesia cat¨®lica, que aprendi¨® muy bien la lecci¨®n de entonces. Tengo para m¨ª que, de todos aquellos ?grandes problemas?. ¨²nicamente el llamado regional sigue ah¨ª. En pie. Y quiz¨¢ en su cierto amenguamiento cumpla alguna importante funci¨®n precisamente la figura del Rey. ?Ser¨ªa igual con un presidente de la Rep¨²blica a la postre salido de un partido u otro?
5. Por desgracia, la Segunda Rep¨²blica evidenci¨®, desde el principio, la peor de las ausencias posibles: la ausencia de consenso sobre el tipo de Rep¨²blica que se quer¨ªa. Para unos, se iba demasiado lejos (la derecha y algunos intelectuales). Para otros, aquella Rep¨²blica se quedaba corta: era una mera Rep¨²blica de burgueses y liberales que en nada solventaban sus problemas (anarquistas y algo del PSOE ya en 1936). Resultaba imposible el mantenimiento de un r¨¦gimen contestado por sus enemigos de siempre (tanto los bien organizados mon¨¢rquicos cuanto los no poco ambiguos partidarios de lo que fuera con tal de salvar lo suyo: ?conservaduros?, les llam¨® el citado Gim¨¦nez Fern¨¢ndez) y por otros que durante el quinquenio fueron tomando forma. La ciencia pol¨ªtica ha ense?ado ya bastante sobre la inestabilidad de reg¨ªmenes que tienen que luchar a la vez con ambos frentes. Y, adem¨¢s, intentando complacer demandas totales y ?perif¨¦ricas?.
Despu¨¦s de lo dicho, ?tiene sentido seguir blandiendo el recuerdo de aquella Rep¨²blica desde hoy y para hoy? Creo que resulta mucho mejor, incluso para los sin duda egregios republicanos de entonces (desde Aza?a a Indalecio Prieto), quedarnos con la idea de que se trat¨® de una ocasi¨®n perdida. Una m¨¢s de las varias en nuestra historia pol¨ªtico-constitucional. Y volver los ojos a nuestro actual y a nuestros pr¨®ximos mayos .
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