La fiesta
Toda la semana ha sido grande en celebraciones eurocentristas, pero casi nadie sabe a ciencia cierta por qu¨¦ esa alharaca de tecn¨®cratas. Por ellos, el euro se ha convertido en una de las abstracciones mejor urdidas y cargadas con el sello de su met¨¢lica personalidad. Trat¨¢ndose de algo tan relacionado con la tactilidad del dinero, nada parece tan artificial como esta moneda sin vida. Desde Alemania a Italia, desde Espa?a a Austria, ninguna mayor¨ªa de la poblaci¨®n dese¨® perder su divisa a cambio de un artefacto. Nadie ha preferido a la identidad apegada a una peseta, a una lira o a un escudo, la obra de unos t¨¦cnicos que ni siquiera han gastado un gramo de su entusiasmo para contagiar a la poblaci¨®n. Como consecuencia, la llegada del euro es una inc¨®gnita popular y una oscuridad fr¨ªa. Ni se conoce con una m¨ªnima exactitud el provecho de esta moneda nacida en los laboratorios ni entendemos el lenguaje de sus gordos y calvos progenitores. En pocas partes de Europa, o en casi ninguna, se han debatido el pormenor de sus efectos, sociales, econ¨®micos y sentimentales. La ciudadan¨ªa ha sido tratada como un granel de ignorantes molestos a los que no merec¨ªa la pena consultar. El resultado, as¨ª, no puede parecerse sino a un acto autoritario. A una regresi¨®n desde la democracia al totalitarismo, desde la libertad a la servidumbre y desde la comprensi¨®n a la ofuscaci¨®n. ?Ilusi¨®n por la Uni¨®n Europea? Nadie es capaz de interesarse por un destino del que es desde?osamente apartado. Si, en estos d¨ªas, se quisiera denunciar un atentado contra los derechos humanos no har¨ªa falta recurrir a los sultanismos orientales, en Bruselas, en Maastricht, en Amsterdam est¨¢ constituy¨¦ndose una corte de mandatarios que viene a atropellar los deseos, las emociones o los designios de la poblaci¨®n. Y, en cuanto lo logran, se felicitan, lo festejan.
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