Los pelmas
Un a?o m¨¢s, el discurso del estado de la naci¨®n y buena parte de sus secuelas oratorias han sido una tabarra. A lo mejor, los pol¨ªticos piensan que hacerlo as¨ª es la ¨²nica manera de hacerlo, y a quien no le guste, que desconecte o que se fastidie. Efectivamente, desconectamos o nos fastidiamos, pero, ?no ser¨¢ precisamente ese efecto disuasor el que pretenden deliberadamente los representantes? ?No ser¨¢ que al perorar de forma plomiza e insufrible buscan apartarnos de la participaci¨®n?Las t¨¦cnicas de comunicaci¨®n de masas han ganado suficiente presencia e importancia como para hacer pensar que quien las olvida en sus alocuciones lo hace con consciencia plena. Ni faltan en el mundo ejemplos de l¨ªderes que han asumido las necesarias t¨¦cnicas para hacerse entender por todos ni escasean las escuelas para los torpes o los retrasados. Que los actores de cine, desde Filipinas a Estados Unidos, hayan empezado a convertirse en presidentes hace ver la deficiencia de sus competidores venidos de otros ¨¢mbitos menos vinculados al p¨²blico. Que el presidente actual y sus otros antecesores nos consuman la paciencia con sus folios sopor¨ªferos es m¨¢s que un engorro m¨¢s: es antidemocr¨¢tico.
Ser un presidente o un portavoz que emite discursos en tonos torturadores constituye, a estas alturas, una forma de crimen contra la misma democracia formal. Descartar la claridad, la amenidad e incluso la vivacidad del humor viene a ser o un defecto grave o una vil estrategia para embotar los sentidos y expulsar del estado de la naci¨®n a los nacionales.
Hasta ahora estas deficiencias de los mandatarios se han consentido muy mansamente, pero todo debe tener un l¨ªmite. O acaban por encontrar el modo claro de interesar o hay que quit¨¢rselos de encima, como a los pelmas.
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