Nacionalismos, cap¨ªtulo n+1PEP SUBIR?S
Apenas hab¨ªa temas para discutir, de modo que alguien -Alfonso Guerra, concretamente- tuvo la genial idea: "Vamos a desenterrar el asunto del nacionalismo, ¨²ltimamente tan marginado", y all¨¢ que acudieron todos, lanzas en ristre, a favor o en contra de cualquiera de las m¨²ltiples banderas, y una vez m¨¢s nos ha sido dado contemplar un torneo de descalificaciones y, sobre todo, de maniobras de evasi¨®n, de diversi¨®n: el nacionalismo como causante del terrorismo, seg¨²n unos; como fuente de libertad y democracia, seg¨²n otros; la naci¨®n como fen¨®meno contrario al devenir hist¨®rico, el nacionalismo como semilla de futuro, el nacionalismo como semilla de discordia; la naci¨®n como realidad natural, la naci¨®n como sentimiento, la naci¨®n como lengua y cultura; el derecho de autodeterminaci¨®n como derecho irrenunciable, la soberan¨ªa nacional como aspiraci¨®n permanente; Espa?a como Estado opresor, Espa?a como naci¨®n de naciones, Espa?a como ficci¨®n evanescente... ?Conclusi¨®n? Ninguna, es decir, la de siempre -el peor nacionalismo, entre nosotros, es el espa?olista-, hasta una pr¨®xima reedici¨®n. Y es que quienes peor lo tienen en este seudodebate son los que, conscientemente o no, pretenden mantener viva la llama del Estado naci¨®n m¨¢s o menos tradicional. En efecto, si algo es puesto en crisis por los procesos generales de globalizaci¨®n y muy en especial por el proceso de construcci¨®n europea, es justamente la estructura y el modus operandi de la mayor¨ªa de los Estados modernos: en sociedades complejas, culturalmente muy diversas, en ebullici¨®n permanente, con altas expectativas de bienestar y altas dosis de libertad individual, ni son lo suficientemente ¨¢giles y cercanos a los ciudadanos para representarlos y gestionar eficazmente los asuntos p¨²blicos, ni lo suficientemente grandes y poderosos para abordar y, en su caso, regular con ¨¦xito los fen¨®menos de alcance global que cuestionan seriamente la satisfacci¨®n estable de las expectativas sociales. Ni siquiera los ej¨¦rcitos ni las monedas nacionales son ya instrumentos adecuados de encarnaci¨®n de una realidad estatal-nacional. El resultado -uno de los resultados- es la creciente desconfianza general hacia las formas cl¨¢sicas de representaci¨®n pol¨ªtica, la quiebra de los sentimientos de pertenencia y de los mecanismos de cohesi¨®n colectiva, la inseguridad ante procesos de cambio acelerado y de orientaci¨®n incierta. Que esa desconfianza se canaliza y expresa en forma de reivindicaci¨®n de alguna identidad nacional m¨¢s o menos arraigada en la historia es un hecho, ciertamente, pero un hecho que habla muy poco en favor de una pol¨ªtica de afirmaci¨®n y consolidaci¨®n democr¨¢tica, respetuosa para con los individuos reales, atenta a los problemas que el futuro inmediato nos plantea. Lo que esa desconfianza atestigua es el malestar y la incertidumbre que genera un mundo en cambio permanente, en el que se est¨¢n modificando profundamente las redes preestablecidas de cohesi¨®n y protecci¨®n social, desde la familia a los sistemas de sanidad y pensiones o los c¨®digos culturales de larga duraci¨®n. Lo que esa desconfianza pone de manifiesto es el miedo a lo desconocido, as¨ª como la dificultad de adaptaci¨®n a las crecientes exigencias de libertad y responsabilizaci¨®n individual. A menudo se dice que el problema de nuestro tiempo es la ausencia de criterios y valores con los que establecer un puente entre lo individual y lo colectivo, es decir, con los que interpretar el mundo y regular nuestra conducta. Nada m¨¢s err¨®neo. El gran problema no es la ausencia, sino el exceso de valores, su infinita proliferaci¨®n, su continua mutaci¨®n. Hasta el siglo pasado, los cambios y las incertidumbres de la vida material eran parcialmente compensados por la unidad, la coherencia y la estabilidad de los mitos, de los relatos, de las ficciones, de las representaciones. Casi todo era falso, como ahora, pero duraba, y todo lo que dura llega a pasar por verdadero. Hoy, casi nada dura. Los cambios materiales son muy r¨¢pidos, pero los de las representaciones a¨²n lo son m¨¢s, de manera que incluso las verdades m¨¢s s¨®lidas son falseadas. ?Crisis de valores? S¨ª, pero no por d¨¦ficit, sino por super¨¢vit. No hay mensaje sin contramensaje, ni modelo sin contramodelo, ni mito sin contramito. ?Final de los relatos? De ninguna manera. M¨¢s relatos que nunca, infinitos relatos. ?ste es el problema, ¨¦sta es la gracia. Cada individuo debe inventarse el mundo, como un peque?o dios. Misi¨®n tit¨¢nica, angustiosa. Los viejos nacionalismos identitarios responden con cierta eficacia a esta angustia, afirmando la existencia de realidades y valores estables, casi inmutables, que dan raz¨®n de ser y sentido a la existencia y la identidad individuales. Si los individuos se sienten confusos y no saben qu¨¦ hacer con sus vidas, ah¨ª est¨¢n el esp¨ªritu y la voluntad nacional para mostrarles el camino. Los individuos pasan, pero la naci¨®n permanece. ?Una exageraci¨®n? Ya me gustar¨ªa, pero me temo que no. Incluso las posiciones nacionalistas m¨¢s razonables y razonadas, m¨¢s historicistas (como las expresadas por Josep Maria Puigjaner en un reciente art¨ªculo: ?Espa?a es "eterna"? ?Y Catalu?a?, El PA?S, 12-5-1998), se ven obligadas a postular que pertenecer a una naci¨®n (a la catalana, en este caso) "equivale a una manera colectiva de ser (...), una manera de ser, adem¨¢s, que identifica a cada individuo de ese colectivo". Bueno, es una manera de ver las cosas. Lo preocupante es cuando, como colof¨®n, esa postulaci¨®n de una realidad nacional como definidora de la identidad individual se transforma en un mecanismo de exclusi¨®n social y pol¨ªtica, de deslegitimaci¨®n cultural y moral de los discrepantes: "Mientras haya vida -y la vida la dan a los pueblos sus ciudadanos-", prosigue y concluye Puigjaner su art¨ªculo, "habr¨¢ esperanza de mantener ese ser colectivo que constituye cada pa¨ªs y le identifica. Nadie, desde fuera, puede atribuirse el derecho a combatir esa condici¨®n y esa voluntad nacionales. Nadie, desde dentro, deber¨ªa, a mi modo de ver, gastar energ¨ªas en frustrar el proyecto de vida de todo un pueblo". En otras palabras, los disidentes, los partidarios de otra idea de naci¨®n o los agn¨®sticos de toda idea nacional, quedan excluidos a priori del derecho a la participaci¨®n en los asuntos p¨²blicos. Nada extra?o, pues, que entre nosotros-y casi en todas partes- el debate sobre el nacionalismo sea un debate de sordos, un debate inacabable. ?Es superflua, entonces, toda discusi¨®n sobre estos temas? Me temo que no. Porque en esa discusi¨®n se juega algo muy importante: qui¨¦n est¨¢ legitimado y qui¨¦n no para interpretar, representar y gestionar pol¨ªticamente los problemas y los intereses de una sociedad determinada, en un territorio determinado. Mientras esa interpretaci¨®n, representaci¨®n y gesti¨®n sea el monopolio de unos autoproclamados representantes de una naci¨®n definida a su medida, por encima de los intereses y los derechos concretos de los individuos concretos, y no se abra efectivamente a pol¨ªticas y proyectos que reflejen y apuesten por la sociedad real, con toda su complejidad y diversidad, seguiremos en una permanente minor¨ªa de edad. ?Puede haber un nacionalismo plenamente democr¨¢tico, orientado hacia el futuro, no excluyente, que no demonice a los discrepantes como herejes? Quiz¨¢, pero entre nosotros todav¨ªa est¨¢ por ver.
Pep Subir¨®s es escritor y fil¨®sofo.
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