La ambig¨¹edad del deseo
El Estado de derecho descansa hoy sobre dos grandes pilares: la elecci¨®n por el pueblo de unos representantes y la aprobaci¨®n por ¨¦stos de unas leyes. En la versi¨®n continental, esas leyes han de ser t¨ªpicas y generales. El ideal de racionalizaci¨®n de la esfera p¨²blica, que promovi¨® la modernidad, exig¨ªa la postergaci¨®n de deseos y preferencias individuales, que deb¨ªan replegarse a la esfera privada. En lo p¨²blico impera la raz¨®n, se dice, que se identifica con el inter¨¦s general. A diferencia del cosmos de privilegios singulares que caracteriz¨® al antiguo r¨¦gimen, la tipicidad de los revolucionarios franceses aspiraba a una generalidad en las leyes que, abstrayendo de los casos particulares y de los nombres propios, excluyera, en obsequio de la igualdad, la contemplaci¨®n de los deseos individuales. Todo lo personal y singular en pol¨ªtica evocaba el despotismo de los monarcas absolutos.Adem¨¢s, la vigente teor¨ªa sobre el Estado de derecho no tiene apenas en cuenta el segundo gran momento del pueblo soberano. Adem¨¢s de votar a sus representantes, el pueblo participa en el orden constitucional cuando acepta t¨¢citamente las normas aprobadas por aqu¨¦llos mediante su cotidiano cumplimiento. La ausencia de una rebeli¨®n social, el acatamiento de las leyes y su general observancia, conforman un elemento esencial del Estado de derecho que, usando la locuela period¨ªstica, puede designarse como ?normalidad democr¨¢tica?.
Mi tesis es que esta versi¨®n del Estado de derecho, la flor m¨¢s preciosa de la civilizaci¨®n, al ser, con todo, algo puritana, conduce necesariamente a una concepci¨®n coactiva del Estado, y que debe por tanto completarse a?adiendo el elemento afectivo, el Deseo.
Una teor¨ªa es puritana cuando, adem¨¢s de ser racional, toca en racionalista. El racional reconoce la competencia del tribunal de la raz¨®n, el racionalista adem¨¢s proscribe el elemento emocional o afectivo. La versi¨®n cl¨¢sica del Estado de derecho es algo puritana porque aparta de su consideraci¨®n las razones o causas de la adhesi¨®n sentimental del pueblo al orden constitucional. Si los ciudadanos cumplen las leyes, ser¨¢ por la inherente racionalidad de las mismas o por temor al castigo. Ninguna atenci¨®n a la uni¨®n afectiva del pueblo con los poderes, a la emoci¨®n pol¨ªtica de los ciudadanos que se identifican con sus representantes, s¨®lo el temor a la sanci¨®n produce el asentimiento de la comunidad a las leyes y decisiones p¨²blicas.
Por eso el Estado liberal acaba siendo, en su teorizaci¨®n can¨®nica, que es la de Kelsen, un Estado esencialmente coactivo. Las leyes son normas aprobadas de conformidad con un procedimiento formalmente v¨¢lido. La aplicaci¨®n social de esas leyes es negocio aparte. La resistencia que la sociedad pueda oponer a esa aplicaci¨®n debe reprimirse con una fuerza mayor de contrario signo, la violencia leg¨ªtima del Estado; violencia contra violencia, derecho penal y derecho sancionador, polic¨ªa y c¨¢rcel.
Por otra parte, fiarlo todo a la racionalidad de las leyes es ignorar que esas leyes son productos humanos y que su racionalidad depende de la racionalidad y probidad que exhiban sus autores. No existe una instancia m¨ªstica productora de leyes (como la voluntad general) que sea distinta de la suma de entendimientos y voluntades de las personas individuales, y de hecho nadie, ni los propios pol¨ªticos, cree en ella. Cuando un pol¨ªtico durante las elecciones proclama a los cuatro vientos ?programa, programa, programa?, dando a entender que no se interesa por las personas y los cargos, sino por las ideas que promueve, en realidad est¨¢ tratando de dar buena imagen electoral. Ahora bien, la preocupaci¨®n por la imagen personal ante el electorado supone justamente el reconocimiento de la gran importancia que hoy en d¨ªa reviste la percepci¨®n visual que la gente tiene de la persona de los pol¨ªticos. Sin decir que las orientaciones pol¨ªticas carezcan de consecuencias electorales, hoy nadie vota programas porque nadie los lee, en cambio el rostro de los candidatos aparece en la televisi¨®n todos los d¨ªas y luce sonriente en los carteles electorales. Es imposible ignorar las consecuencias que para la teor¨ªa pol¨ªtica supone el desarrollo en las sociedades avanzadas de los medios de comunicaci¨®n y de la libertad de expresi¨®n. La manera de vestir, de hablar, de peinarse de los candidatos, sus personales cualidades, la correcci¨®n y espontaneidad, su biograf¨ªa -su vida privada- deciden unas elecciones.
Yo creo que hay que reconocer abiertamente la indudable importancia que tienen las personas de los pol¨ªticos en los sistemas democr¨¢ticos, y mucho m¨¢s con el imparable avance de los medios de comunicaci¨®n social. En otro tiempo, los ciudadanos no conoc¨ªan a sus gobernantes sino por vi?etas o caricaturas en los peri¨®dicos o por los retratos colgados en las galer¨ªas oficiales. Hoy la imagen ha adquirido tal centralidad pol¨ªtica, que con motivo se mide y se difunde cada poco en las encuestas de opini¨®n.
La actual centralidad de la imagen en la vida real -no en la teor¨ªa- tiene una indudable ventaja. Las personas suscitan adhesiones y emociones en el pueblo en grado much¨ªsimo mayor que las ideas o las cosas, lo cual naturalmente no excluye, sino todo lo contrario, que esas personas defiendan ideas y programas y proyectos. Ellos, las personas p¨²blicas, son la verdadera fuente de moralidad e inmoralidad social y la causa ¨²ltima de la afecci¨®n y desafecci¨®n de los ciudadanos al orden jur¨ªdico que promueven. Sin necesidad de coacci¨®n ni violencia, la ejemplaridad de los pol¨ªticos genera una participaci¨®n espont¨¢nea de los ciudadanos en las decisiones pol¨ªticas y una directa identificaci¨®n con sus autores.
La racionalidad t¨¦cnica de las sociedades contempor¨¢neas ha menospreciado el deseo en la teor¨ªa pol¨ªtica como algo inasible, inquietante, incontrolable y quiz¨¢ pueril. Cuando, en el siglo XX, siempre como ecos de Freud, se han elevado algunas voces en defensa del deseo (Marcuse, Foucault, Deleuze, Baudrillard), se ha tratado invariablemente de un deseo sexual, irracional, previamente reprimido por una dominaci¨®n que se desenmascara.
Debemos preparar una concepci¨®n racional del deseo para evitar el racionalismo puritano; un deseo moral, p¨²blico, responsable; un deseo ingenuo, espont¨¢neo y libre sin necesidad de liberaci¨®n, en la l¨ªnea de Shaftesbury, Schiller y Scheler. No el temor al castigo o su amenaza, sino el apego o inclinaci¨®n hacia lo bueno y verdadero encarnado en ciertas figuras, la tracci¨®n que ejerce sobre el ¨¢nimo la presencia o la memoria de lo digno y elevado, el ensanchamiento moral que produce en el espectador la visi¨®n de un ejemplo y el anhelo de emulaci¨®n. Hasta Kant -el puritano, obsesionado con la pureza de la raz¨®n- admite una adhesi¨®n emocional a la ley moral de la raz¨®n pr¨¢ctica.
Por supuesto, no pretendo que los pol¨ªticos sean en realidad un ejemplario de virtudes, sino que ejercen una influencia de hecho determinante, buena o mala, y que, aunque muchas veces es negativa, si fuera positiva y ejemplar, ellos producir¨ªan, debido a su presencia poderosa en la conciencia de los gobernados, una cohesi¨®n y vertebraci¨®n social altamente integradora, que disipar¨ªa este tedio, este escepticismo hacia lo p¨²blico. Los ciudadanos pueden aceptar sin sublevarse grandes dosis de sacrificio y renuncia si han sido decretados por personas que han elegido democr¨¢ticamente y a los que respetan y admiran por su capacidad, probidad y experiencia. La pol¨ªtica ha dejado de ser una res p¨²blica y ha comenzado a ser dramatis personae, lo que quiere decir que ha dejado de ser s¨®lo una cuesti¨®n de cosas (ideales, problemas, banderas) y ha comenzado a ser adem¨¢s una actividad de personas.
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