Oraci¨®n
Hay un insecto microsc¨®pico, el lepisma, tambi¨¦n llamado por su aspecto pececillo de plata, que vive en los libros igual que un delf¨ªn en las profundidades del oc¨¦ano. Surcando las p¨¢ginas como si fueran l¨¢minas de agua sucesivas. Puede alojarse indistintamente en un volumen de Kafka o Flaubert, de Melville o Poe, sin que el grado de salinidad de escrituras tan diferentes afecte a su organismo. El lepisma navega, pues, en el interior de la masa de papel recorriendo t¨ªtulos, textos y texturas, aunque lo normal es que si nace en Moby Dick muera en esta novela sin cruzarse jam¨¢s, curiosamente, con la ballena blanca, su pariente lejano.El lepisma ignora tambi¨¦n la existencia del lector que abre en dos su mundo como Mois¨¦s separ¨® las aguas del mar Rojo. Mientras leemos un cuento de Bierce o Gautier, de Cort¨¢zar o Rulfo, tampoco nosotros nos damos cuenta de que junto al argumento imaginario que forman las palabras, en cada hoja est¨¢ sucediendo un drama real protagonizado por una familia de pececillos de plata que se alimentan de las comas de nuestros textos preferidos. Nos acompa?an en la traves¨ªa lectora como los delfines a los navegantes, saltando fuera de la p¨¢gina y zambull¨¦ndose en ella a trav¨¦s de un adverbio, que atraviesan sin romperlo ni mancharlo.
Cu¨¢nta gente vive de la literatura, pues. Es incre¨ªble. Estos lectores sin alfabetizar que se alimentan parad¨®jicamente de nuestras publicaciones son los m¨¢s ingenuos sin duda, pero conviene tenerlos en cuenta. Quiz¨¢ el universo no sea m¨¢s que un gigantesco libro que alguien lee con pasi¨®n mientras nosotros, sus lepismas, navegamos por ¨¦l pese a ignorar su sintaxis. A ese lector gigante le dedico este art¨ªculo (u oraci¨®n) con el ruego de que, cuando se canse de leer, cierre el libro sin violencia, para no hacernos da?o.
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