El cuerpo
Al d¨ªa siguiente de convertirme en clase pasiva o jubilado pas¨¦ desnudo por delante del espejo y comprend¨ª de golpe la organizaci¨®n mundial. As¨ª que me fui a un gimnasio que hay debajo de casa, me puse delante del encargado con los brazos abiertos, para que me viera, y le pregunt¨¦:-?Se puede hacer algo con este material?
-Algo se puede -contest¨®-, y me dio una tabla suave, para empezar, que tuvo que cambiarme a los 15 d¨ªas porque me pasaba la vida en el gimnasio. A los tres meses, el b¨ªceps parec¨ªa un ser vivo, con una existencia aut¨®noma, y al medio a?o ten¨ªa los muslos m¨¢s duros que la ra¨ªz de un pino. Me compr¨¦ una bicicleta est¨¢tica y cuando no me encontraba en el gimnasio haciendo abdominales, estaba en el cuarto de ba?o de mi casa pedaleando como un loco sin ir a ning¨²n sitio. Perd¨ª 20 kilos y me quit¨¦ 10 a?os de la espalda. Un d¨ªa me acerqu¨¦ por la oficina a ver a los antiguos compa?eros y les cost¨® reconocerme. Mi familia cre¨ªa que la jubilaci¨®n me hab¨ªa trastornado, pero como se trataba de una locura inofensiva la dejaban pasar, aunque a mis espaldas comentaban esto y lo otro y se re¨ªan.
Si yo hubiera sido de pueblo, no habr¨ªa acudido a esta soluci¨®n muscular desesperada. Pero soy de Madrid, que es como no ser, y vivo en un barrio que he detestado siempre. No ten¨ªa pues ad¨®nde retirarme para cultivar un jard¨ªn, a reparar una valla, o limpiar el gallinero. Mi ¨²nico bien ra¨ªz, por decirlo r¨¢pido, era mi cuerpo, as¨ª que me dediqu¨¦ a ¨¦l con la pasi¨®n con que otros siembran tomates. Yo cultivaba m¨²sculos y recog¨ªa tempestades de dicha cuando los ve¨ªa culebrear por debajo de la piel. Enseguida aprend¨ª a poner posturas para que se notaran los b¨ªceps, los tr¨ªceps, los gemelos... Hay gente que por la ma?ana sale a la terraza, respira hondo, y se siente realizada. Yo me asomaba a mis pectorales, a mi vientre rizado y duro como una tabla de lavar y me encontraba igual que en casa.Nunca antes se me hubiera ocurrido considerar que el cuerpo fuera como una casa, pero el m¨ªo, a esas alturas, parec¨ªa una mansi¨®n de lujo.
Por esos d¨ªas mi mujer dijo que tendr¨ªamos que hacer obras en la cocina y not¨¦ que pon¨ªa en ello una ilusi¨®n semejante a aqu¨¦lla con la que yo me entregaba a las reformas del pecho, o al alicatado de los gl¨²teos. Le dije que s¨ª, claro, y ayud¨¦ a subir cosas por la escalera, pues me fascinaba el movimiento de los m¨²sculos en el trance del esfuerzo, aunque prefer¨ªa, m¨¢s que verlos, estar dentro de ellos. No habr¨ªa salido de m¨ª mismo ni para ir al cine, que es lo que m¨¢s me gusta despu¨¦s de los abdominales.
En esto, trab¨¦ relaci¨®n con otra jubilada del gimnasio que por la ma?ana practicaba el aer¨®bic y por la tarde hac¨ªa viajes astrales. Se empe?¨® en que la acompa?ara a alguna de estas sesiones y como soy muy voluntarioso, a los dos meses entraba y sal¨ªa de mi cuerpo con una facilidad sorprendente. Normalmente hac¨ªa recorridos muy cortos por miedo a que alguien aprovechara la ausencia para instalarse dentro de mi carne, pero eso me hizo valorar todav¨ªa m¨¢s la masa corporal que hab¨ªa construido. Me contemplaba desde el techo y recorr¨ªa los detalles que hab¨ªa ido poniendo aqu¨ª y all¨¢: ese abanico muscular en torno al cuello, esa curva de acero en la transici¨®n de la ¨²ltima costilla al est¨®mago, esa bola en un hombro que antes hab¨ªa sido un puro hueso...
La gente paga cantidades absurdas por un chal¨¦ viejo en la sierra para los fines de semana, as¨ª que un d¨ªa, en broma, pregunt¨¦ por qu¨¦ no podr¨ªa yo alquilar mi cuerpo para sacar unas pesetas.
-Intenta entrar en m¨ª y ver¨¢s c¨®mo no hay manera, respondi¨® la jubilada del aer¨®bic.
Lo intent¨¦ y entr¨¦. De s¨²bito, all¨ª est¨¢bamos los dos juntos, rodeados de una musculatura m¨¢s delgada que la m¨ªa, pero flexible y vibrante como el plexigl¨¢s de mi juventud. A los pocos d¨ªas decidimos adosarnos, para ganar espacio, con resultados semejantes a los de unir dos pisos de tama?o medio. La existencia es muy rara.
Recuerdo ahora cuando iba a la oficina en lugar de al gimnasio y me parece que todo esto le sucedi¨® a otro, aunque me toca a m¨ª por una especie de desajuste universal.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.