La cara de la v¨ªctima
Una vejaci¨®n suplementaria se agrega al suplicio de las v¨ªctimas: la de enturbiar su inocencia sugiriendo una parte inconfesada de culpa, manchando su desgracia con una sombra vaga de responsabilidad. Es la sospecha antigua que cae autom¨¢ticamente sobre el detenido o el desaparecido en la noche abismal de las dictaduras, sobre el ejecutado tan fr¨ªamente como se deg¨¹ella a un animal: "Algo habr¨¢ hecho".Una noche de invierno, poco antes de las ocho, un hombre de cincuenta y un a?os se dispone a ver tranquilamente una serie c¨®mica en la televisi¨®n, Benny Hill, y aprovecha los minutos de anuncios antes del comienzo para ir a lavarse las manos. Se acuerda de todo, aunque ha pasado mucho tiempo, casi quince a?os. Se acuerda de que su mujer estaba en el sal¨®n y de que mientras ¨¦l se lavaba las manos oy¨® con cierta extra?eza que llamaban a la puerta: el rumor del agua en el lavabo, un ruido amortiguado de risas y de anuncios en la televisi¨®n, los golpes en la puerta. Sali¨® del cuarto de ba?o y se vio arrojado de golpe a un espanto que no se ha borrado todav¨ªa.
De un instante a otro se abre en la vida diaria el foso negro de la ceguera y el infierno, la furia de los golpes y de los insultos, las gafas rotas, las zapatillas de estar en casa perdidas, las manos que se aferran animalmente al quicio de una puerta y son arrancadas de ella a pu?etazos, el coche que baja en silencio junto a la acera, por la calle a oscuras, la calle en la que no se abre ninguna ventana, en la que nadie parece escuchar los golpes y los gritos, la calle de luces apagadas y postigos cerrados a las ocho de la tarde en la que este hombre pide socorro y grita una y otra vez en vano su nombre.
S¨®lo esta ma?ana ese nombre ha dejado de ser el de una v¨ªctima invisible, el de un bulto envuelto en una manta y arrojado en un coche, el de un caso judicial, para convertirse en una presencia indudable, a la vez com¨²n y estremecedora, firmemente real, m¨¢s irrebatible que cualquier acusaci¨®n.
Entra en la sala Segundo Marey y el rumor de expectativa que ha levantado su nombre se convierte en silencio. Una persona a la que no se ha visto nunca y de la que se ha o¨ªdo hablar tanto tiende a volverse irreal.
Segundo Marey tiene los hombros anchos y cargados, la cabeza grande, la calva espaciosa y curtida, la mirada miope tras los cristales de las gafas, la expresi¨®n apacible, los andares inciertos de enfermo. Se para brevemente para mirar en torno suyo, como para cerciorarse de d¨®nde est¨¢. Viste con una correcci¨®n r¨²stica, jersey marr¨®n debajo de la chaqueta, muy apretados el cuello de la camisa y el nudo de la corbata. Habla con acento franc¨¦s, con una voz m¨¢s vigorosa que su apariencia f¨ªsica. Es muy preciso en sus recuerdos, pero a veces se enreda por una palabra que no encuentra en espa?ol o que no acierta a pronunciar, y entonces se pone nervioso, dice la palabra francesa, suspira, murmura una exclamaci¨®n en franc¨¦s. C'est dr?le, le oigo decir, cuando un abogado hostil intenta empujarlo hacia una zona de sospecha, enturbiar su condici¨®n de v¨ªctima mediante la sugerencia de que algo habr¨ªa hecho, de que alguna conexi¨®n deb¨ªa de tener con los terroristas para ser confundido con uno de ellos. Se cumple as¨ª la conocida vejaci¨®n: el hecho mismo de ser v¨ªctima convierte a este hombre en sospechoso, y la evidencia de su sufrimiento ha de mancharse de indicios ambiguos de culpabilidad, o al menos de cercan¨ªa, de aquiescencia con los culpables.
?l sabe que la tenacidad de la memoria es su ¨²nica defensa. "Todos los d¨ªas pienso en aquello", dice, "no quiero olvidar nada". Recuerda que aquella noche lo hicieron caminar por un terreno accidentado que le desgarraba los calcetines y las plantas de los pies, que tuvo a¨²n m¨¢s fr¨ªo despu¨¦s de cruzar descalzo un riachuelo de agua helada, que le envolvieron la cabeza en un jersey, que de cualquier modo prefer¨ªa no ver, porque si ve¨ªa algo estaba seguro de que ser¨ªa fatal para ¨¦l. Recuerda que lo hicieron subir a otro coche, o al mismo, y que despu¨¦s de otro viaje se encontr¨® en algo que deb¨ªa de ser una casa, una casa muy fr¨ªa en la que sigui¨® sin ver nada, porque le pusieron algodones sobre los ojos y se los vendaron luego con un esparadrapo. "Para m¨ª no hab¨ªa noche, ni d¨ªa, ni hora, se?or", le dice a un abogado, "para m¨ª s¨®lo hab¨ªa el tiempo".
Ciego, maniatado, extraviado en el tiempo, recuerda otro viaje en coche y un fr¨ªo que ya estaba tan dentro de ¨¦l como el p¨¢nico, y unas manchas que cobraban forma y luego se alejaban en la oscuridad: la cara de su mujer, la cara de su hija. Mientras se desvanec¨ªa, seg¨²n las caras se borraban, pens¨® con estupor, casi con gratitud: "Qu¨¦ f¨¢cil es morir".
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