Veteranos de guerra
Veo la cara del general S¨¢enz de Santamar¨ªa y me acuerdo de verla repetida en las paredes del Pa¨ªs Vasco hace muchos a?os, en 1980, cuando el gobierno de entonces, impotente y asediado por el terrorismo m¨¢s sangriento de Europa, lo envi¨® como jefe m¨¢ximo de las fuerzas de seguridad, o acaso con la intenci¨®n simb¨®lica de ofrecerles un signo de firmeza a los militares. En los muros sucios de pintadas y de grandes carteles con consignas en euskera y fotograf¨ªas de etarras, la cara en blanco y negro del general S¨¢enz de Santamar¨ªa era como un signo a?adido de alarma, como una prueba de que la escalada del terror estaba logrando su objetivo y de que muy pronto ser¨ªa declarado el estado de guerra. Eran carteles firmados por el Movimiento Comunista y por la Liga Comunista Revolucionaria, residuos fan¨¢ticos de sectarismo iluminado que dispon¨ªan, a pesar de su exigua militancia, de un lujo ilimitado en materiales de propaganda, y que aprovech¨¢ndose de la fr¨¢gil libertad espa?ola se dedicaban sobre todo, sin el menor riesgo, a un permanente hooliganismo del crimen. En las fotos de los carteles, el general S¨¢enz de Santamar¨ªa -la cabeza rodeada por un c¨ªrculo de mira telesc¨®pica- ten¨ªa una estampa como de golpista sudamericano: gafas oscuras, brazos cruzados sobre la pechera del uniforme con medallas, mand¨ªbula breve y arrogante debajo del bigote.Esta ma?ana, dieciocho a?os despu¨¦s, el general es un jubilado pulcro, saludable, fornido, pero a¨²n se ve que la suya es una cara a la que no favorecen las fotograf¨ªas. La barbilla sigue trazando un gesto de decisi¨®n debajo del bigote blanco, que exagera el tir¨®n asi¨¢tico de las facciones, un bigote que est¨¢ entre la truculencia de Fu-Manch¨² y las deplorables modernidades capitales de los a?os setenta. Aunque el general, a lo largo de su declaraci¨®n, no se dejara llevar tan gustosamente por el h¨¢bito de los recuerdos, a m¨ª me bastar¨ªa mirar su cara para recobrar los tiempos en que la vi multiplicada por los muros del Pa¨ªs Vasco, a la vez como un blanco de tiro y una efigie de amenaza: el general se acuerda de los muertos, de la provocaci¨®n sanguinaria y met¨®dica, de la ira cada vez m¨¢s dif¨ªcilmente contenida de los militares. Apunta a un subsuelo de hero¨ªsmos hist¨¦ricos, tramas negras y golpes de venganza que se agitaba en la claustrofobia sitiada y malsana de los cuarteles y las comisar¨ªas. Nunca hubo dos ideolog¨ªas hostiles que se complementaran tan eficazmente, con una sincron¨ªa tan perfecta, el abertzalismo etarra y el golpismo franquista, los pistoleros de la revoluci¨®n y los del regreso a la caverna. Los soldados de aquel reemplazo, en los cuarteles vascos, viv¨ªamos entre miedo al golpe militar y el miedo a las haza?as de los terroristas. Sonaban unos disparos en una calle c¨¦ntrica, un pistolero hu¨ªa tranquilamente a pie, un militar o un polic¨ªa se desangraba en medio de la acera y a la luz del d¨ªa sin que se le acercara nadie a prestarle ayuda.
A pesar de esos recuerdos y del aire fosco que suelen darle las fotograf¨ªas, el general S¨¢enz de Santamar¨ªa no parece un hombre propenso a perder la calma. Como muchos que han conocido de cerca las crueldades de la guerra, desconf¨ªa de la pura fuerza como remediadora de nada, y es muy esc¨¦ptico ante cualquier proclama sangu¨ªnea de valor: ninguna guerra se acaba matando al ¨²ltimo soldado, dice, encarcelando al ¨²ltimo terrorista. Uno intuye que esas actitudes le aproximan al talante de Rafael Vera, y que siguiendo esa pista ser¨ªa posible delimitar dos posiciones o dos corrientes m¨¢s o menos subterr¨¢neas en la pol¨ªtica de los socialistas vascos, incluso dos caracteres humanos.
Pens¨¦ en eso al ver y escuchar esta misma ma?ana a Ram¨®n J¨¢uregui, tan veterano de las guerras del norte como el general S¨¢enz de Santamar¨ªa y como cualquiera de los procesados, y sin embargo, en apariencia, nada estragado por los a?os de la adversidad, del inevitable desaliente, de la presencia constante del crimen. Ram¨®n J¨¢uregui tiene cara de profesor de instituto o de empleado, no maltratada por el tiempo ni por la experiencia, si acaso con una pocas canas que son un indicio como de prematura gravedad. Hasta esta ma?ana no se hab¨ªa sentado en la mesa de los testigos nadie que enunciara tan serenamente la posibilidad de la raz¨®n, que equilibrase tan sin ambig¨¹edades el dolor y el asco por el terrorismo y la exigencia sagrada de la legalidad, la b¨²squeda de la eficacia en la persecuci¨®n del crimen y la urgencia de una permanente lucidez pol¨ªtica. Grave y reflexivo en sus palabras, cuidadoso en marcar distancias, Ram¨®n J¨¢uregui da la impresi¨®n de haberse encontrado pol¨ªticamente solo muchas veces, sobre todo en aquellos tiempos en los que era tan f¨¢cil sucumbir al necio y da?ino hero¨ªsmo del ojo por ojo contra los terroristas. Es ¨¦l quien por primera vez en este juicio da a entender un sigiloso descargo de conciencia: "Una sensaci¨®n de no querer saber nos invadi¨® a todos".
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