El "hooligan" civilizado
Quien no haya pisado Inglaterra y conozca este pa¨ªs s¨®lo por las fechor¨ªas de sus hinchas de f¨²tbol -que, hace unos d¨ªas, con motivo del primer partido de la selecci¨®n inglesa en el campeonato mundial, jugado contra T¨²nez, devastaron el Viejo Puerto y el barrio de Santa Margarita de Marsella- tiene todo el derecho del mundo a sospechar que la civilizada sociedad que produjo la democracia y los versos de Shakespeare ha declinado hasta rozar la barbarie.En efecto, el espect¨¢culo de hordas de hooligans ingleses beodos agrediendo a transe¨²ntes, arremetiendo contra los hinchas adversarios armados de palos, piedras o cuchillos, desencadenando batallas sin cuartel contra la polic¨ªa, destrozando vitrinas y veh¨ªculos y, a veces, las mismas tribunas de los estadios, se ha vuelto un corolario inevitable de los grandes partidos internacionales en los que juega Inglaterra y de muchos de la Liga brit¨¢nica. Adem¨¢s de inciviles y grotescos, estos episodios pueden ser tr¨¢gicos: 95 personas murieron y varios centenares quedaron heridas, apachurradas contra las vallas del estadio de Hillsborough, en Sheffield, durante la final de la Copa Inglesa en 1991; en Heysel (Bruselas), en 1985, 39 aficionados perecieron arrollados a consecuencia de las violencias provocadas por los hooligans en el partido entre el Juventus y el Liverpool, y en Dubl¨ªn, en 1995, un encuentro amistoso entre Irlanda e Inglaterra debi¨® ser suspendido a poco de iniciado debido a los estragos que perpetraban en el estadio los hinchas ingleses. ?stos son apenas unos pocos ejemplos; la lista de las salvajadas de los hooligans en los ¨²ltimos treinta a?os tomar¨ªa muchas p¨¢ginas.
Y, sin embargo, la verdad es que, para quien vive aqu¨ª, Inglaterra es un pa¨ªs excepcionalmente pac¨ªfico y bien educado, donde los taxistas no andan de mal humor ni procuran esquilmar al incauto turista, como ocurre a menudo en Par¨ªs, y donde los dependientes de las tiendas no maltratan a los clientes que pronuncian mal o no hablan su lengua, como sucede con frecuencia en Alemania o Estados Unidos, y donde la xenofobia y el racismo, pestes de la que no est¨¢ exonerada ninguna sociedad que yo conozca, son menos expl¨ªcitos que en otras partes. Entre las grandes ciudades del mundo, Londres es una de las m¨¢s seguras: mujeres solas viajan en el metro a altas horas de la noche y no s¨¦ de barrio alguno, Brixton incluido, que sea peligroso para el forastero solitario como lo son, digamos, Harlem o Clichy.
Por lo dem¨¢s, la violencia de los hooligans tiene que ver s¨®lo con el f¨²tbol; ning¨²n otro deporte o espect¨¢culo de masas -desde los m¨ªtines pol¨ªticos a los conciertos de los ¨ªdolos roqueros- ha generado una supuraci¨®n destructiva semejante; por el contrario, siempre me ha sorprendido la falta de desmanes y vandalismos que caracteriza a las grandes concentraciones en Inglaterra, donde, por ello mismo, el despliegue de la seguridad suele ser insignificante. Y donde la (desarmada) polic¨ªa, por lo dem¨¢s, inspira confianza, no temor. En m¨¢s de treinta a?os de vivir o pasar largas temporadas aqu¨ª, s¨®lo recuerdo dos circunstancias en que las actividades pol¨ªticas o sindicales generaran actos de violencia callejera: en los a?os setenta, con motivo de las contramanifestaciones que provoc¨® la campa?a racista y anti-inmigrantes del dirigente conservador Enoch Powell (que, debido a ello, aniquil¨® con su carrera pol¨ªtica) y durante la huelga minera dirigida por Arthur Scargill a principios de los ochenta. Y, en ambos casos, las violencias fueron de poco calado, comparadas con las que acostumbra desatar en otras partes la confrontaci¨®n pol¨ªtica.
?Cu¨¢l es la explicaci¨®n de este curioso fen¨®meno? Descartemos de entrada la tesis ideol¨®gica seg¨²n la cual la violencia de los hooligans es una herencia de las reformas econ¨®micas de la se?ora Thatcher, que habr¨ªan convertido a la sociedad brit¨¢nica en la de mayores desequilibrios y sectores de m¨¢s alta pobreza en Europa occidental. En verdad, Gran Breta?a tiene hoy d¨ªa una de las econom¨ªas m¨¢s pr¨®speras del mundo; y, gracias a aquellas reformas, que el Gobierno de Tony Blair est¨¢ profundizando, se ha reducido el desempleo a unos ¨ªndices m¨ªnimos (un 5%). Si la pobreza y los abismos entre ricos y pobres fueran factores determinantes de extrav¨ªos futbol¨ªsticos, cada semana habr¨ªa verdaderos apocalipsis en todo el Tercer Mundo y buena parte del primero. Si la raz¨®n no es econ¨®mico-social, como les gustar¨ªa a los progresistas, ?cu¨¢l es entonces la explicaci¨®n de que uno de los pa¨ªses m¨¢s civilizados del planeta experimente esta manifestaci¨®n sistem¨¢tica de barbarie que es el fen¨®meno del vandalismo futbol¨ªstico? Un indicio interesante, para ensayar una respuesta, es la procedencia y catadura de los hinchas ingleses capturados y encarcelados a ra¨ªz de los destrozos en Marsella. Vaya sorpresa: el energ¨²meno llamado James Shayler -cien kilos de m¨²sculos, barriga cervecera y tatuajes de pirata en los antebrazos-, a quien, armado de un garrote, millones de televidentes vieron hacer a?icos un Mercedes Benz, es un respetabil¨ªsimo ciudadano de Wellingborough, Northhamptonshire, que adora a su esposa y a su hijita, y que ayuda a las ancianas a cruzar las esquinas. Los vecinos entrevistados por los periodistas declaran, estupefactos, que les cuesta reconciliar a la bestia agresiva que pulverizaba tunecinos en Marsella el 15 de junio con su civilizado comprovinciano, a quien cre¨ªan incapaz de matar una mosca.
Id¨¦ntico pasmo manifestaron los empleados del correo central de Liverpool, al enterarse de que dos colegas suyos, Chris Anderson y Graham Whitby, a quienes los jefes ten¨ªan por puntuales y celosos funcionarios, figuran entre los forajidos borrachos condenados en Marsella, en juicio expeditivo, a dos meses de prisi¨®n y a no ser admitidos en territorio franc¨¦s durante un a?o. La lista que aparece hoy en The Times de hooligans detenidos con las manos en la masa durante la org¨ªa destructiva, no puede ser m¨¢s impresionante: un ingeniero, un electricista, un ferroviario, un bombero, un piloto y, en general, empleados, estudiantes u obreros tecnificados. No aparecen entre ellos casi desclasados, gentes sin oficio, aquellos seres de vida marginal a quienes un persistente estereotipo sociol¨®gico suele presentar como
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los responsables de esos estallidos de violencia ciega, que protestar¨ªan de este modo contra la injusticia social de que son v¨ªctimas.
En verdad, no son indispensables las estad¨ªsticas para concluir que el hincha promedio dif¨ªcilmente podr¨ªa ajustarse al prototipo del ciudadano sin trabajo, arrojado al paro por la inhumana reconversi¨®n industrial resultante del desarrollo tecnol¨®gico, sobreviviendo a duras penas gracias a la Seguridad Social. Quien se halla en esta condici¨®n carece de los recursos b¨¢sicos que permiten al hooligan hacer lo que hace: desplazarse en trenes, aviones o autobuses por las ciudades europeas, pagar las caras entradas del f¨²tbol y macerarse en litros de cerveza hasta desembarazarse de todos los frenos que la civilizaci¨®n inocula al individuo para que, en vez de dar rienda suelta a sus instintos y pasiones, act¨²e de acuerdo a ciertas normas, dictadas por la raz¨®n. No son las v¨ªctimas , sino los beneficiarios de la llamada civilizaci¨®n, quienes conforman estas huestes b¨¢rbaras que siembran la violencia en las calles adyacentes a los estadios e incendian las tribunas. Desde luego, en sus filas encuentran cobertura y terreno propicio para realizar sus designios personajes exc¨¦ntricos y desquiciados, bandas fascistoides, s¨¢dicos, desesperados. Pero ¨¦stos son la excepci¨®n, no la regla; las moscas que atrae la carro?a, no la infecci¨®n que la provoca.
En verdad, el fen¨®meno de la violencia futbol¨ªstica no suele ocurrir en los pa¨ªses pobres y subdesarrollados: en ellos las violencias son menos fr¨ªvolas, m¨¢s elementales. Es un patrimonio de la modernidad y la opulencia. Se da en un pa¨ªs de altos niveles de vida y de costumbres civilizadas, que, precisamente porque ha llegado a ese alto nivel de desarrollo econ¨®mico, cultural e institucional, puede costear a sus ciudadanos, aburridos de las rutinas y autocontroles que inflige la vida civilizada, el lujo de desahogarse, de tanto en tanto, jugando al b¨¢rbaro, permiti¨¦ndose aquellos excesos que le est¨¢n vedados en la vida diaria, algo as¨ª como, en las culturas primitivas, la ceremonia del potlach, o los carnavales del Medioevo cristiano, que autorizaban al ciudadano a hacer aquello que nunca antes hac¨ªa ni deb¨ªa hacer, rompiendo con su norma de conducta habitual y obedeciendo por unos d¨ªas al a?o al capricho de sus m¨¢s escondidos instintos.
Freud explic¨® que la civilizaci¨®n es una mutilaci¨®n a la que el civilizado no se conforma nunca del todo, y que por ello est¨¢ siempre, inconscientemente, tratando de recuperar su totalidad, aunque ello ponga en peligro la coexistencia social; y Bataille sostuvo que la raz¨®n de ser de la literatura era hacer vivir al hombre -en ficciones- todo aquello a lo que hab¨ªa renunciado para hacer posible la vida en comunidad. Por ese atajo hay que entender la paradoja de las brutalidades irracionales de los hooligans ingleses. Privilegiados ciudadanos de una sociedad que a lo largo de mil a?os de historia fue reduciendo la precariedad, el despotismo, el desamparo, la pobreza, la ignorancia y el imperio de la fuerza bruta en las relaciones humanas, que son norma invariable de las sociedades primitivas, ahora se aburren y a?oran todo aquello que perdieron -la incertidumbre, el riesgo, la vida vivida como instinto y pasi¨®n- y, de cuando en cuando -de partido en partido, de campeonato en campeonato-, gracias a la rubia cerveza y al anonimato que garantiza el disolverse en un ser colectivo, la hinchada, retornan a la tribu, sacan a la luz al amordazado salvaje que nunca dej¨® de habitarles y le permiten por unas horas cometer todos los desafueros con los que sue?an, como un desagravio, por la monoton¨ªa de sus empleos, profesiones y rutinas familiares. El hooligan no es un b¨¢rbaro: es un producto exquisito y terrible de la civilizaci¨®n.
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