El fiscal sentado
De pronto el fiscal ha adquirido una energ¨ªa agresiva y un sarcasmo de los que hasta ahora pareci¨® carecer. Durante m¨¢s de un mes, d¨ªa tras d¨ªa, en el espacio y en el tiempo cerrados de la Sala Segunda del Supremo, nos hemos ido acostumbrando a su voz, lenta y cansina, que tardamos mucho en asociar con su presencia f¨ªsica. El fiscal se sienta en un ¨¢ngulo d¨ªficil del estrado, a la izquierda de la fila de jueces, y desde los bancos del p¨²blico costaba mucho ver su cara mientras hablaba. ?sta ha sido una de las sensaciones m¨¢s peculiares del proceso, la de escuchar voces sin ver las caras con las que se correspond¨ªan, lo cual lo llevaba f¨¢cilmente a uno a imaginar facciones por completo distintas a las reales, o a percibir las voces como presencias aut¨®nomas, despojadas de cuerpo, como las voces que o¨ªamos de ni?os en la radio, sin poder explicarnos de d¨®nde proced¨ªan. Desde el principio, la voz del fiscal se escuchaba de fondo, al otro lado de un muro confuso de respaldos de sillones y de togas negras. No parec¨ªa la voz de un fiscal, pero ya digo que todos tenemos la imaginaci¨®n corrompida por el cine americano, y que nos cuesta acostumbrarnos o resignarnos al espect¨¢culo de la realidad. En las pel¨ªculas, abogados y fiscales hablan y gesticulan de pie, de cara al p¨²blico, como en un teatro, y suelen tener aposturas de actores, los fiscales siempre con una agresividad mal¨¦vola, con una astucia muy bien calculada para atrapar al acusado, sobre todo si es inocente, y para obtener del jurado, con ma?as histri¨®nicas, un veredicto de culpabilidad.Yo no s¨¦ si los juicios de las pel¨ªculas se parecen a la realidad. Lo que s¨ª he aprendido a lo largo de estas semanas es que no se parecen en nada a los juicios espa?oles. Hay en primer lugar una diferencia radical de lo que ahora se llama dramaturgia: en los tribunales espa?oles, lo mismo el fiscal que los defensores est¨¢n siempre sentados, lo cual da ya una pesadez est¨¢tica a la representaci¨®n, una lentitud de procedimiento funcionarial. Hablar sentado es una grave limitaci¨®n a la vehemencia gesticuladora y oratoria. Por eso a todos los tribunos, desde Cicerone hasta Alcal¨¢ Zamora, se les representa siempre de pie. Erguido, con el pecho hinchado, en medio de una frase con muchos subjuntivos, con la mano derecha alzada en un gesto de arrebato o de condenaci¨®n, el Castelar de la estatua del paseo de la Castellana tiene toda la beligerancia ret¨®rica de sus discursos. Castelar, de pie, es un h¨¦roe de la pol¨ªtica y de la palabrer¨ªa del siglo XIX: Castelar sentado ser¨ªa todo lo m¨¢s un empleado propenso a los malos modos y al cabreo.
Sentado, lento, como adormilado y preguntando apenas nada durante largas sesiones del juicio, me cuentan que el fiscal Luz¨®n adquiri¨® el lunes una furia acusadora que hasta ahora no hab¨ªa mostrado, y yo, que recuerdo perfectamente su voz, tengo dificultades para recordar su cara, para aislarla entre la fila de caras p¨¢lidas e inm¨®viles de magistrados que llevan m¨¢s de un mes escuchando estatuariamente declaraciones e informes, casi tan invariables en sus actitudes como las figuras aleg¨®ricas pintadas en el techo o como los angelotes dorados que sostienen sobre la gran puerta de entrada la balanza de la justicia. Este proceso enseguida tuvo la virtud de encerrarnos en su burbuja de espacio y de tiempo a todos los que asist¨ªamos a ¨¦l, de convertirnos en miembros de una especie de secta dotada de ciertas claves que no percibe ni entiende quien no comparta la misma experiencia: jueces, letrados, acusados, periodistas, testigos, llevamos ya tantos d¨ªas confinados en el mismo lugar y en el mismo ejercicio de rememoraci¨®n que nos cuesta acostumbrarnos a la realidad exterior y al tiempo presente como quien sale de la penumbra a una luz excesiva.
Ausente de la sala por primera vez, al cabo de tantas semanas, permanezco t¨®xicamente vinculado a ella, desde una ancha bah¨ªa del Sur llamo al peri¨®dico para saber novedades y matices, miro los noticiarios, consulto todos los peri¨®dicos. Cuando leo el discurso acusatorio del fiscal no alcanzo a recordar su cara y me cuesta asociar con su voz las palabras violentas de su exigencia de condena. De pronto el fiscal sentado se vuelve tan inapelable y herm¨¦tico como la estatua egipcia de un escriba sentado. Escribo junto a un balc¨®n donde una luz de Ed¨¦n hiere los ojos de tan fuerte y me acuerdo con a?oranza inaceptable del lugar sombr¨ªo donde en estos momentos se est¨¢ dilucidando el peso terrible de la culpabilidad, la incertidumbre sin sosiego de la condena y la c¨¢rcel.
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