La carbonera de la calle Elvira
En la entrada del negocio de Concha no hay letreros luminosos, ni tan siquiera un modesto cartel de cart¨®n. Y nunca los habr¨¢. Pero toda Granada sabe que tras el vetusto port¨®n de entrada al n¨²mero 28 de la calle Elvira, se encuentra la ¨²ltima carboner¨ªa de la ciudad. Al menos todo el mundo que busca con qu¨¦ alimentar sus barbacoas veraniegas. "Es que estoy de moda", ironiza Concepci¨®n Romero. Durante los ¨²ltimos 38 a?os, Concha La Carbonera -como la conoce todo el barrio- se ha sentado cada ma?ana en la misma silla a tejer el sudario del tiempo. Porque lo lleva matando desde hace lustros. En una de las cuatro paredes de la desvencijada casa, tiznadas de luto eterno por el carb¨®n, cuelga un calendario de 1983, se?al inequ¨ªvoca de su muerte. Y es que el tiempo no pasa por la carbonera, ni por su casa, ni por sus costumbres. A Concha no le gustan las comodidades modernas, por eso sigue guisando en una peque?a cocina de carb¨®n, en invierno se calienta con el brasero de pic¨®n, lava a mano con agua fr¨ªa y del tel¨¦fono no quiere o¨ªr ni hablar. El ¨²nico lujo es una peque?a bombona de camping-gaz para calentar el agua del aseo. "De vender carb¨®n no se come ni se ha comido nunca", se queja a sus 81 a?os. "Yo era sastra, pero la costura se puso muy mal por culpa de las f¨¢bricas de ropa y tuve que dejarlo". La carboner¨ªa era de sus padres y cuando ambos murieron en 1960 Concha continu¨® con el negocio: "Entonces, hab¨ªa siete carboner¨ªas y exist¨ªa demanda para todos. Ahora estoy sola en Granada y apenas me llega para vivir entre el carb¨®n y la paga", lamenta. Los ojillos vivarachos de Concha no paran de moverse mientras evoca tiempos pasados con gran lucidez y una memoria que mantiene, asegura, gracias a los rabillos de pasa. Es coqueta y, pese a su edad, todav¨ªa atesora la fuerza necesaria para cargar con los sacos de carb¨®n. Mientras posa para la foto se queja con buen humor: "Si me hubierais avisado habr¨ªa ido la peluquer¨ªa a hacerme la permanente. Con el pelo liso parezco una vieja". Frente a los muros del colindante Banco de Espa?a, el negocio de Concha se asemeja a un anacr¨®nico fantasma del pasado. Sin embargo, tiene m¨¢s clientes de lo que se pudiera imaginar. En invierno, los vendedores de perdices, las t¨ªpicas papas as¨¢s; en verano, los veraneantes para sus barbacoas; y todo el a?o los bares y restaurantes que ofrecen platos a la brasa. "Incluso todav¨ªa hay quien compra carb¨®n para brasero, suele ser gente muy mayor", aclara. Concha evoca con nostalgia los tiempo en que, sin butano, "los ricos guisaban en hornillas con carb¨®n de encina y brillo, que es carb¨®n de piedra. La comida sab¨ªa mucho mejor, porque el puchero se hac¨ªa a fuego lento durante seis o siete horas". Aunque es soltera y ninguno de sus cinco hermanos quiere saber nada de la carboner¨ªa, Concha no ve nada negro el futuro del negocio. "El d¨ªa que yo muera desaparecer¨¢, pero todav¨ªa me queda cuerda para rato", advierte, a la par que se enorgullece de no haber pisado la consulta de un m¨¦dico en los ¨²ltimos cuarenta a?os. Cuando comenz¨® en esta profesi¨®n el kilo de carb¨®n se pagaba a un real. Ahora lo vende a 950 pesetas. Y Concha, con un instinto empresarial, una perspectiva de futuro y unos deseos de vivir envidiables, ya prepara las tarifas en euros. "Va a ser un l¨ªo, pero espero cogerle el truquillo en diez o quince a?os".
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