La invenci¨®n de la playaVALENT? PUIG
No s¨¦ si hay mucha diferencia entre tener que ir esquivando a los alegres muchachos que patinan por la Rambla de Catalunya o verse atrapado en la playa entre un grupo de amigachos que practican el b¨¦isbol. Con naturaleza de ejercicio de la violencia bruta, algunos deportes nacieron como francachelas del pueblo soberano hasta que los caballeros se inventaron los reglamentos. Despu¨¦s ha ocurrido que, con el tiempo, casi todos -o todos- los deportes se han convertido en un espect¨¢culo de masas. Pas¨® m¨¢s o menos lo mismo con la invenci¨®n de la playa. Al principio la disfrutaban unos pescadores agrestes; luego fue invenci¨®n de una forma de vivir exquisitamente el verano, y ahora ya es dominio pleno y democr¨¢tico de las masas, con sus transistores y amagos de b¨¦isbol. Remojarse el trasero en agua de mar ha sido una de las aportaciones m¨¢s espectaculares del Estado-providencia. Algunos historiadores incluso fechan la invenci¨®n de la playa entre 1750 y 1840. Por eso mismo, procuro ir poco a la playa. Da reparo verle la fecha de caducidad a un invento tan sofisticado. En estos casos, el arte afortunadamente supera a la naturaleza: la transciende. Con sus magnas escalinatas que descienden hasta el mar, en las puestas de sol de Lorrain se alumbra con magnificencia una playa mitol¨®gica, ajena a lo que luego ser¨¢ traj¨ªn estival, pero precursora del descubrimiento de la playa como paisaje. De la pintura de Courbet a los cuadros de Braque, la playa penetra con sus siluetas en el lienzo. Whistler da su origen entre brumas crom¨¢ticas y Marquet -hoy tan poco celebrado- la precisa con oriflamas, marineros con pomp¨®n, lejan¨ªa de cargueros amarrados y trasfondo de tinglados y paseo para ni?eras con cofia. En libros como Ulises, los amigos avizoran el mar desde la torre de Sandycove Bay, y el narrador de En busca del tiempo perdido contempla las olas en Balbec. Los burgueses catalanes han preparado la mudanza y ya est¨¢n en su torre, con chaise-longue y azulejos. Esperan la visita del poeta Josep Carner cualquier fin de semana, las audacias de su ingenio y alg¨²n poema dedicado a la hija de mirada m¨¢s enigm¨¢tica. En cualquier momento, Josep Pla se pod¨ªa enamorar de una joven jud¨ªa suiza en la playa del Canadell. Lejos de casinos y ba?os de mar, Bofill i Mates se transformaba en Guerau de Liost por los senderos de Viladrau, en busca infatigable y elegante de un mito imposible que lograse ser poema Al poco, las playas del pintor Rafael Benet tienen la vivacidad de lo dom¨¦stico: es un mar sin lejan¨ªas, adscrito a lo que se vive gozosamente bajo el entoldado, entre el aperitivo y la joven sirena en ba?ador. Cientos de pintores habr¨¢n buscado en las playas del Mediterr¨¢neo la raz¨®n del orden, el lujo y la voluptuosidad. Tambi¨¦n Tito Cittadini tuvo en Mallorca la percepci¨®n de un mar que viene a someterse a la dulce pendiente de la arena, borrando los pasos de los hombres. Donde la corniche normanda, los pintores asentaron sus caballetes en buena ¨¦poca para que la playa de Trouville se fuera a convertir para siempre en imagen del ed¨¦n. Al otro lado qued¨® Deauville, playa para las velas y las siluetas que pint¨® Boudin, genio de la ligereza y de la evanescencia como sin esfuerzo, intacta en su voluptuosidad de vientos y mareas. He aqu¨ª el desmesurado contraste con la playa actual, con sus chiringuitos, hordas de ni?os carentes de urbanidad, adolescentes que trasiegan calimocho, arena turbia y la sensaci¨®n de que la masa le puede a uno, incluso m¨¢s que el calor. Ha sido el eclipse de las playas que fueron origen del invento de la playa, playas de Trouville y Deauville. Perecieron aquellos amaneceres y crep¨²sculos, la niebla que acecha y el deambular de ociosos con sombrilla mientras unas velas festonean el horizonte del canal. Las playas del para¨ªso -de Formentor al Lido- tuvieron el acicate de su presentaci¨®n exaltada o calma, el memento hoy desvanecido de las voces y las luces. Por contraste con el abigarramiento de las playas, quiz¨¢s sea mejor imaginarse algo remoto y cristalino, acogedor y perfecto en su idea. Uno puede imaginarse en trineo por tierras laponas, d¨¢ndole l¨¢tigo a la tra¨ªlla de perros. Tampoco est¨¢ mal plantarse en el puente de mando de un buque rompehielos. Queda la opci¨®n de imaginarse en un museo muy fresco, entre cuadros de Marquet, Boudin o Sorolla. Lo importante es no tener que verse en la playa. Si el emperador Napole¨®n consider¨® digno de ceremonia inaugurar la primera temporada de ba?os de Biarritz en 1808, hoy el protagonismo corresponde a un espont¨¢neo con tanga que se ha cre¨ªdo al pie de la letra las previsiones de los meteor¨®logo.
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