'F¨¢bula de un hombre'
Galo le escribi¨® treinta largas cartas en seis meses, ninguna de amor. A Jos¨¦ le agradaba recibir aquellos manuscritos y perfumados donde La Gata lo pon¨ªa al tanto de lo sucedido en la C¨¢rcel Metropolitana durante su ausencia. De pronto, el amigo enmudeci¨®. Jos¨¦ envi¨® un telegrama urgente a Ruy el Bachiller pero fueron Morante y el Padre Jord¨¢n quienes aclararon las dudas. Sin ponerse de acuerdo, llegaron a la misma hora, un lunes cualquiera, justo en el momento que el cubano se dispon¨ªa a asistir a una sesi¨®n de fotos para una campa?a publicitaria. Jos¨¦ los invit¨® a pasar a la jaula. "Dios y el Diablo han venido a verme", dijo orgulloso a los maquillistas. Morante deseaba pedirle un par de favores. El primero: una recomenda-ci¨®n. Su hijo aspiraba a una beca uni-versitaria y un aval del Homo Sapiens ser¨ªa de gran valor. El muchacho era su orgullo. Jos¨¦ escribi¨® la carta en caliente, con el a?adido, siempre opor-tuno, de una cita de Oscar Wilde. Resuelto el asunto, el guardia formul¨® la segunda solicitud a rajatabla: necesitaba trabajo.
Resumen de lo publicado : Jos¨¦, un cubano de 33 a?os, que a los 17 a?os se vi¨® obligado a matar a un hombre
en defensa de su amor, la Peque?a Lul¨², ha sido llevado al zoo como ejemplar de la criatura m¨¢s perfecta: el Homo Sapiens. aparte de los animales, se relaciona con Lorenzo Lara, el encargado de los simios, un hombre bueno y con ganas de ayudarle, y con Ofelia Vidales, una bi¨®loga que se opuso a que le enjaularan y que siente por Jos¨¦ algo m¨¢s que compasi¨®n.
-Me acaban de despedir. T¨² me conoces: siempre he estado entre leones. ?Acaso olvidaste los buenos tiempos? -dijo.
Jos¨¦ no prometi¨® nada, aunque acept¨® conversar con las autoridades. El Padre Jord¨¢n tra¨ªa dos noticias, una buena y otra mala. La buena no era tan buena: Ruy el Bachiller estaba en libertad y pronto le editar¨ªan un libro de memorias ingratas bajo el t¨ªtulo de "Hombre por Hombre: Jos¨¦ y yo". La mala era p¨¦sima: a Galo lo hab¨ªan despedazado en un duelo. Su rival tuvo de darle ocho pu?aladas. La Gata apel¨® a sus siete vidas. No ten¨ªa ganas de irse. "Muri¨® sin confesarse" dijo el Padre Jord¨¢n. La noticia derrumb¨® a Jos¨¦. Intent¨® cancelar la sesi¨®n de fotos pero los de la agencia publicitaria protestaron y al cubano no le qued¨® m¨¢s remedio que cumplir las cl¨¢usulas del contrato. Era un profesional. Las fotos que le tomaron en las arenas de Caracol Beach, vestido apenas con un taparrabos color carne, sirvieron de poco porque ninguno de los asistentes pudo lograr que cambiara aquella expresi¨®n de n¨¢ufrago moribundo que le hund¨ªa los ojos hasta borrarlos de la cara. Llevaba quince a?os sin ver el mar. Si no se ahog¨® en las olas del recuerdo, si la nostalgia de su ni?ez perdida en los espigones del puerto de La Habana acab¨® debilit¨¢ndose con la brisa caribe?a, si no muri¨® de a?oranza en esa playa de cocoteros fue porque Galo La Gata ocupaba su memoria y no dejaba ni una pulgada disponible a otras tristezas. Cuando regres¨® al Zoo, lo estaba esperando la anciana bondadosa con el peri¨®dico del d¨ªa. "Gracias, Madame", dijo Jos¨¦.
Los de la Comisi¨®n HS estaban felices. Las encuestas reconoc¨ªan a Jos¨¦ como uno de los ciudadanos m¨¢s in-fluyentes del planeta. Las universidades laicas convocaron en sus cursos de verano a una reflexi¨®n materialista so-bre la evoluci¨®n de las especies, y las universidades cat¨®licas aprovecharon la ocasi¨®n para volver a colocar sobre el tapete el b¨ªblico tri¨¢ngulo de Ad¨¢n, Eva y la Serpiente. El propietario de una fonda anunci¨® que su comercio cambiaba el nombre de La Cuna por el de La Morgue para ofertar a bue-nos precios un guiso de carne humana. Cuando las autoridades acordaron clausurar el negocio, alertadas por los vecinos de la fonda can¨ªbal, descubrieron que desde hac¨ªa varias semanas se ofrec¨ªa el servicio a domicilio, protegidos por la astucia cocinera de vender gato por liebre y comercializar carne de cuat¨ª a falta de donantes propicios. Los partidos, entretanto, se disputaban la militancia de Jos¨¦. Sab¨ªan que el cubano significaba un im¨¢n de popularidad. Su nombre lleg¨® a ser mencionado en la lista de posibles aspirantes al Senado. Sus enemigos, que para entonces eran menos que los admiradores pero m¨¢s poderosos, pensaron que se hab¨ªa ido demasiado lejos.
Otros zool¨®gicos colocaron seres humanos en sus galer¨ªas pero la operaci¨®n fue un fracaso. La gente quer¨ªa un Gonz¨¢lez de pura cepa. Se ofrecieron sumas millonarias por un descendiente del cubano. "Los hombres no se dan en cautiverio", dijo el vocero del Zoo: "Por culpa de ese trasto que llamamos coraz¨®n". Regla Gonz¨¢lez, la hermana de Jos¨¦, se atrevi¨® ofrecer a sus hijos: "Son el mismo perro con diferente collar. Sangre de su sangre", dijo a la prensa. La propuesta fue rechazada. Regla no se dio por vencida: se asoci¨® a un popular conductor de televisi¨®n y logr¨® abrir una tienda en la zona comercial del Zoo, apenas a unos quinientos metros de la galer¨ªa de los simios: La Casa de Pepe. La ambici¨®n de Regla no conoc¨ªa l¨ªmites. En la tienda se vend¨ªan p¨®sters de Jos¨¦ ni?o, postales del Zoo de La Habana y fotos de familia. Una tela anunciaba sobre la caja contadora: "Cuba, un Verano en la tierra del Hombre Nuevo". La mercanc¨ªa m¨¢s demandada era un juego de mesa titulado "Homo Sapiens". El laberinto de posibilidades, dictada por la suerte de unos dados, recorr¨ªa los escenarios de la vida de Jos¨¦. El recorrido inclu¨ªa algunas estaciones minadas, bajo el r¨®tulo de "Casualidades". Si un jugador ca¨ªa en una de esas trampas, el destino pod¨ªa enviarlo a un calabozo cubano durante varias rondas. Aunque el negocio iba viento en popa, y sus socios planeaban abrir una sucursal en alguna balneario de la costa, Regla nunca fue a visitar a Jos¨¦, ni siquiera cuando Ofelia se lo pidi¨® de mujer a mujer.
-Jos¨¦. Siempre Jos¨¦. Por esa bestia, mi padre y yo hemos vivido en la verg¨¹enza. Yo no mat¨¦ a nadie, doctora -dijo Regla: -La suerte no toca dos veces a la puerta. Tengo que velar por mis siete hijos. Nunca pens¨® en m¨ª, ?por qu¨¦ tengo que pensar en ¨¦l?... Jos¨¦, Jos¨¦. Siempre Jos¨¦.
Jos¨¦. Siempre Jos¨¦. Ofelia se sent¨ªa enjaulada entre las cuatro paredes de una angustia tan impertinente que ni siquiera le dejaba disfrutar la suerte cara de tenerlo todo en este mundo, menos la dicha de la felicidad. Nunca antes hab¨ªa pensado tanto en si misma, y de pensar tanto en s¨ª misma lleg¨® a la conclusi¨®n insoportable de que su vida era una lujosa porquer¨ªa. Y comprendi¨® m¨¢s. Comprendi¨® que en este mundo hay otras prisiones sin rejas de donde resulta muy dif¨ªcil escapar: la c¨¢rcel de la desconfianza o la trampa de los prejuicios o la celda de la resignaci¨®n o el calabozo de la indiferencia o la galera del desamor o la mazmorra de la soledad. Y concluy¨® que ten¨ªa todo el derecho del mundo de romper en pedazos aquella, su jaula de oro.
Ofelia se llen¨® de valor y decidi¨® encontrar a la muchacha por la que Jos¨¦ se estaba pudriendo en vida. Era lo mejor para todos, en especial para ella. Como buena bi¨®logo, llev¨® la investigaci¨®n con rigor casi obsesivo. Consult¨® la prensa de la ¨¦poca, abri¨® archivos, visit¨® al abogado que atendiera el caso quince a?os atr¨¢s, y pieza a pieza fue ordenando los cuadros del puzzle hasta dar con el paradero de Dorothy Frei.
La Peque?a Lul¨² trabajaba de camarera en una cafe-ter¨ªa de caminos, atendiendo de d¨ªa a los camioneros y am¨¢ndolos barato por las noches en el vag¨®n de una rastra abandonada. Ofelia lleg¨® a una hora prudente y tendi¨® su emboscada. Dorothy hab¨ªa o¨ªdo hablar del tal Sapiens, por supuesto, e incluso se atrevi¨® a contar dos chistes groseros que hab¨ªa escuchado al teniente de la patrulla, pero jam¨¢s le pas¨® por la cabeza que se trataba de aquel mismo muchacho que una vez, ?cu¨¢ndo fue?, hab¨ªa matado a un hombre, ?a qui¨¦n? por una tonter¨ªa, ?cu¨¢l? Al menos, eso dijo. Ofelia carg¨® de paciencia y expuso el objetivo de su visita: pedirle que ayudase a Jos¨¦ a sobrellevar la soledad. Lul¨² no la dej¨® terminar.
-Olv¨ªdelo.
-Jos¨¦ te defendi¨®. ?Eso no cuenta?
-Una estupidez. ?Usted nunca ha cometido una estupidez?... ?La estupidez m¨¢s grande que he visto en la vida!
-Puede reabrirse el caso. Jos¨¦ no es inocente pero fue inocente. Y t¨² eres su ¨²nico testigo.
-Jos¨¦ no existe. Ese Jos¨¦ no es Jos¨¦. Yo tampoco soy la misma. ?Le pidi¨® que me buscara?
-Me dijo que tuvo que matar al hombre que quiso abusar de ti. -La pistola no ten¨ªa balas. Xavier Urbay fue mi novio. -?Tu novio!...
-Que haya sido mi novio no cambia nada. Jos¨¦ le clav¨® la trincha cua-tro veces. Una, dos, tres, cuatro pu?a-ladas, ?no le parece terrible? Desde entonces tengo pesadillas. Esa es mi condena. Apenas conoc¨ªa a Jos¨¦. Esa noche fuimos al cine. Luego al Parque. All¨ª me propuso hacer el amor. ?Qu¨¦ m¨¢s? ?Qu¨¦ m¨¢s le dijo?
-Ni siquiera sabe que vine a verte.
-?Ya dec¨ªa yo! Mire, pierde su tiempo y me hace perder el m¨ªo.
De regreso a casa, Ofelia se sor-prendi¨® a s¨ª misma diciendo que ese hombre, del que tanto renegaban, pod¨ªa hacer feliz a cualquier mujer. A una mujer como ella, por ejemplo. En-cendi¨® un Marlboro. El humo le vir¨® el est¨®mago. Tuvo una arcada.
-?Si yo no fumo! -dijo y tir¨® el cigarro.
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