'F¨¢bula de un hombre'
Eliseo AlbertoEl Zoo empezaba a ser un sitio habitable. Madame Dolly, la anciana bonda-dosa, nunca dej¨® de llevar los peri¨®dicos. Gracias a las gestiones de Jos¨¦, el custodio Morante consigui¨® por fin el puesto de velador en el foso de los leones y, de paso, el Padre Jord¨¢n fue admitido como consejero espiritual, asumiendo la tarea de dar curso a la correspon-dencia que cada fin de semana inundaba la jaula. Los lunes, a la tarde, el custodio y el sacerdote jugaban al domin¨® contra Jos¨¦ y Lorenzo en ar-duas batallas que sol¨ªan prologarse hasta la madrugada del martes. Un tema preocupante era la volc¨¢nica rivalidad entre Morante y el campecha-no. Se incrementaba partida tras par-tida. A pesar de estos contratiempos, la vida en el Zoo se normalizaba. Sin embargo, Jos¨¦ no pod¨ªa dormir tranquilo. Ofelia se hab¨ªa ido distancian-do sin dar explicaci¨®n. El cambio resultaba evidente. Cumpl¨ªa con sus obli-gaciones pero se manten¨ªa en guar-dia. Esquiva. El miedo m¨¢s miedo de los miedos es el miedo a ser feliz. Ofelia estaba presente el d¨ªa que un fan¨¢tico quiso disparar contra el Homo Sapiens, justo en la fecha que se cumpl¨ªa el primer a?o del Proyecto HS. El criminal lleg¨® a la hora de m¨¢s visitantes, disfrazado con turbante y t¨²nica amarilla, y llevaba espejuelos oscuros para que no le descubrieran las ganas de matar a Jos¨¦. Los pocos que repararon en ¨¦l contaron a las autoridades que lo hab¨ªan confundido con uno de los tantos peregrinos en busca de milagros. Luego se dijo que era un enfermo peligroso, fugado de un manicomio la noche anterior. Ofelia dio la voz de alarma cuando lo vio abrirse la t¨²nica y desenfundar la pistola. El grito debe de haber alertado a Morante, quien se lanz¨® sobre el pistolero como un rayo. El primer proyectil desvi¨® su trayectoria y le parti¨® el pecho a Cuco. Con una oportuna torcedura de mano, Morante forz¨® las acciones y encaj¨® el segundo disparo en el vientre del loco. Muri¨® en segundos. Cuco se met¨ªa los dedos en el hueco del plomo, sin entender por qu¨¦ su pecho ten¨ªa ahora ese orificio perfecto, caliente, sin entender por qu¨¦ la jaula daba vueltas en redondo, sin entender por qu¨¦ se desinflaba sobre el mar de su sangre hasta quedar vac¨ªo como c¨¢scara de banano. Sin entender nada de nada. Cuco cerr¨® los p¨¢rpados. Los suspiros se fueron distanciando. Hizo una pompa de saliva. Y expir¨®. Jos¨¦ quiso asistirlo. Alarg¨® el brazo entre los barrotes. Apenas alcanz¨® a tocarle los pies con la punta de los dedos. Los pies le parecieron de goma. Estaban fr¨ªos. Los pies. Helados. La pompa se rompi¨® en un hilo de baba. La muerte es, cuando menos, una experiencia solitaria. Esa noche, Jos¨¦ revivi¨® en sue?os la escena del atentado, de atr¨¢s hacia de-lante, de vuelta a la semilla como en un cuento de Alejo Carpentier. Cuco abri¨® los ojos. La sangre entr¨® en las venas. La herida cicatriz¨®. El loco se incorpor¨® del piso. La pistola, al cinto. La t¨²nica, cerrada. Morante volvi¨® a pasear por el lugar, entre los ¨¢rboles. Y entonces oy¨® el grito de Ofelia. Con el tiempo hab¨ªa logrado identificar los aullidos de los cuadr¨²pedos en celo y los aullidos de los mam¨ªferos desesperados. Y aquel era un grito de amor. Despert¨® en un brinco. "?Me quiere!", exclam¨®. El veterinario de guardia tuvo que inyectarle un tranquilizante.
Resumen de lo publicado : Jos¨¦, un cubano de 33 a?os, que a los 17 a?os se vi¨® obligado a matar a un hombre en defensa de su amor, la Peque?a Lul¨², ha sido excarcelado y llevado al zoo como ejemplar de Homo Sapiens
Aparte de los animales, Lorenzo, el encargado de los simios, un hombre bueno y con ganas de ayudarle, y con Ofelia Vidales, una bi¨®loga que se opuso a que le enjaularan y que siente por Jos¨¦ algo m¨¢s que compasi¨®n.
Luego del frustrado atentado, los miembros de la Comisi¨®n HS nom-braron a Morante en el cargo Velador de Jos¨¦. Lo primero que orden¨® al asumir la nueva misi¨®n fue despedir a Ofelia. El amor siempre estorba en una c¨¢rcel. Ofelia intent¨® defender sus derechos laborales, sin resultado. Le prohibieron la entrada al Zool¨®gico. Ni siquiera le permitieron despedirse de sus amigos. Morante redobl¨® las medidas de protecci¨®n. Se ampli¨® la rec¨¢mara del Homo Sapiens y se atornillaron tapias de cristal transparente para alejar al p¨²blico una docena de metros. En la jaula de Cuco colocaron un cartel: Eslab¨®n Perdido. Se levant¨® una garita de observaci¨®n en un ¨¢ngulo estrat¨¦gico de la galer¨ªa, con guardia durante las veinticuatro horas. Un sistema electr¨®nico controlaba a los que por estrictas razones de trabajo deb¨ªan relacionarse con el reo.
A partir de ese momento, Lorenzo se convirti¨® en el enlace de un amor m¨¢s que dif¨ªcil, imposible. Los guardianes de las garitas jam¨¢s reparaban en aquel cero a la izquierda, en ese animal de manada, en el insignificante empleado de overol que, con un escobill¨®n al hombro, pasaba junto a ellos y les daba los buenos d¨ªas. En ninguno de los sofisticados equipos se logr¨® descubrir que ¨¦l contrabandeaba cartas en su gorra de pelotero. Jos¨¦, Lorenzo y Ofelia planearon el golpe como tres experimentados conspiradores anarquistas: estudiaron los horarios de los centinelas, las rutinas de Morante, las rondas de la guardia cosaca en el exterior del Zoo. Ofelia escogi¨® la mejor fecha para la cita no fuese que aquella funci¨®n se enturbiara, de alguna manera, con las reglas c¨ªclicas del amor. Jos¨¦ cito a Oscar Wilde: "La desobediencia, a los ojos de cualquiera que haya le¨ªdo la historia, es la virtud original del hombre". Tambi¨¦n su pecado.
Tres d¨ªas antes de la fuga, Max Mogan, descubri¨® las cartas del cubano en el ropero de su esposa y tuvo pruebas de una duda que lo ven¨ªan atormentando desde hac¨ªa demasiado tiempo. Odiaba a Jos¨¦. Amaba a Ofelia. A Jos¨¦ lo odiaba de una manera clara, incluso perfectamente comprensible, porque hab¨ªa logrado desde una jaula del Zool¨®gico lo que ¨¦l no hab¨ªa conseguido en un palacio de oro. Ese triunfo lo convert¨ªa en su enemigo. Y quiz¨¢s en su derrota. La pasi¨®n por Ofelia era un sentimiento m¨¢s complicado de entender porque amor, a diferencia del odio, tambi¨¦n es una necesidad. El odio se impone. El amor se merece. La cadena del odio, si se teje desde el desamor, comienza con frecuencia en un eslab¨®n muy d¨¦bil: los celos. A los celos, sigue la envidia, a la envidia el desprecio, al desprecio la vanidad, a la vanidad la obsesi¨®n y a la obsesi¨®n la torpeza. Un hombre celoso y torpe apenas puede defender su honor con un chantaje. A la hora del desayuno, Max Mogan le inform¨® a Ofelia que perder¨ªa el tesoro de sus tres hijas en un pleito que la hundir¨ªa para siempre en la verg¨¹enza. Estaba presa por el delito de amar. La puerta que dej¨® entreabierta fue que partiera cuanto antes rumbo a Europa, y que permaneciese en la jaula del Viejo Mundo hasta que ¨¦l encontrara la forma de olvidar la traici¨®n. El llanto de sus hijas derrumb¨® a Ofelia entre las cuatro paredes de la impotencia. Le cont¨® a Lorenzo por tel¨¦fono.
Jos¨¦ parec¨ªa, ahora s¨ª, una fiera enjaulada. Lorenzo trat¨® de consolarlo. La rabia resulta indomable. El cubano decidi¨® que iba a luchar en defensa propia. Por su amor. No ser¨ªa la pri-mera vez. Pas¨® el d¨ªa de espaldas al p¨²blico, contra las rejas, tarareando su canci¨®n: Billy The Kid se cas¨® con la Peque?a Lul¨². Se propuso mantener la mente en blanco. La memoria no cumple ¨®rdenes. Se acord¨® de Cuba. Las calles del barrio de Atar¨¦s. La carpinter¨ªa de su padre. La balsa. Por fin se hizo de noche. An¨ªbal rug¨ªa desde su trono. A lo lejos se escuchaba el trote del rinoceronte. Lorenzo ocup¨® el lugar de Jos¨¦. Temblaba. Se sent¨ªa un ni?o.
-?Cuanto demora hacer el amor? -pregunt¨® Jos¨¦ al abotonarse el overol de barrendero. Se encasquet¨® la gorrita de pelotero. Le quedaba grande.
-Toda la vida. Te hice un mapa. Ayuda. Ofelia no sabe que te has vuelto loco. Te toca rescatarla. Y convencerla. Tampoco se trata de una violaci¨®n. Se ver¨¢n en mi cuarto. Es lo mejor.
Lorenzo le entreg¨® la llave. Se tumb¨® en el catre:
-Hay dos escaleras: una principal y otra de emergencia. Aqu¨ª, donde pint¨¦ una cruz roja, est¨¢ el Zoo. La azul es la casa de Ofelia. La verde, mi cuarto. Llegas caminando. Dispones hasta las cinco de la ma?ana. Nos vemos al rato. Me siento Marcelino pan y vino.
-?Y si me pierdo?
-Te mato.
-Me gustan los hombres que hablan claro.
-No pensar¨¢s dejarme encerrado.
-Lo juro. Pase lo que pase, regreso. Palabra.
-Hu¨¦lela bien, que a lo peor no se repite. Dile cosas bonitas, de Oscar Wilde si quieres. Nada pol¨ªtico. Puros besos. Con eso basta. No te hagas el macho. Si se te quiere subir encima para domarte, d¨¦jala. Ella sabe m¨¢s que t¨². Ah, me olvidaba: el Padre Jord¨¢n dice que pequen todo lo que se les antoje. Luego ver¨¢ c¨®mo los absuelve. Ahora todo depende de ustedes. A m¨ª, s¨®lo me toca hacer el papel de hombre.
Jos¨¦ le tendi¨® la mano.
-Gracias, compa?ero -dijo. Un soplo de aire le dio una bofetada al salir de la jaula, escobill¨®n al hombro. Cojeaba porque se le hab¨ªa dormido el pie derecho. Camin¨® hasta el port¨®n del Zoo. Dio las buenas noches. Nadie le respondi¨®: los rancheadores de la ronda cosaca jugaban brisca en la garita. En la primera bocacalle, ech¨® a correr, sin volver la vista atr¨¢s.
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