Alabanza de la ministra calva
Cuando, el a?o pasado, el Partido Laborista brit¨¢nico gan¨® las elecciones y Tony Blair asumi¨® el premierato, Mo Mowlan, la portavoz para asuntos de Irlanda del Norte en el gabinete en la sombra, no se qued¨® en Londres para participar en los festejos. El mismo d¨ªa de la victoria tom¨® el primer avi¨®n a Belfast y all¨ª, sin escolta alguna, camin¨® por barrios cat¨®licos y protestantes, visit¨® pubs, hogares, edificios p¨²blicos, interrog¨® a medio mundo, y, sobre todo, escuch¨® y vio. Regres¨® a Londres a juramentar el cargo de responsable del ministerio m¨¢s recio y delicado del Reino Unido: el encargado de bregar con los problemas de los seis condados del Ulster, donde, en aquellos d¨ªas, la violencia extremista hab¨ªa rebrotado luego del fracaso de la tregua gestionada por el anterior gobierno tory de John Major.La aparici¨®n de un ministro con polleras provoc¨® discretas sonrisas en los curtidos funcionarios de la cartera de Irlanda del Norte. Pero, no por mucho tiempo. La se?ora Mo Mowlam habla un sabroso ingl¨¦s barriobajero, que se mecha de carajos y palabrotas bastante peores cuando est¨¢ en plena forma -que es siempre-, de manera que nadie, entre sus subordinados, os¨® poner en duda su competencia para enfrentar los riesgos constitutivos del cargo. Un civil servant que sali¨® del ministerio porque las exigencias de la nueva ministra lo pusieron a las puertas del colapso nervioso, asegur¨® luego, a The Times, que en su larga vida dedicada a la burocracia de Su Majestad, sus pobres o¨ªdos no hab¨ªan escuchado jam¨¢s tantas palabras malsonantes como las que los hirieron los meses que trabaj¨® a las ¨®rdenes de esta dama, que no por ser ministra dej¨® de vestirse como se vest¨ªan las verduleras del Covent Garden, cuando ¨¦ste era el hormigueante mercado del centro de Londres.
Pero otros colaboradores quedaron contagiados por la convicci¨®n gran¨ªtica y la capacidad de trabajo de esta mujer extraordinaria. Sin su indescriptible aporte (indescriptible por lo importante pero, tambi¨¦n, por la discreci¨®n con que se llev¨® a cabo), el acuerdo de Stormont, que, ante el asombro del mundo, ha tra¨ªdo la paz a Irlanda del Norte despu¨¦s de treinta a?os de confrontaci¨®n y terror, y parece encaminado a resolver de manera definitiva el problema del Ulster, acaso no hubiera sido posible. El acuerdo es un prodigio de escamoteos e ilusiones y que se haya firmado prueba que la pol¨ªtica tiene a veces mucho de magia y de ficci¨®n. En ¨¦l, los republicanos cat¨®licos que quieren independizar a Irlanda del Norte del Reino Unido e integrarla a Irlanda, y los unionistas protestantes empe?ados en que los seis condados del Ulster sigan formando parte de Gran Breta?a, alegan haber logrado una victoria para sus tesis, aunque ¨¦stas sean incompatibles entre s¨ª. Para los republicanos, el tratado constituye un comienzo de ruptura con Londres porque concede una amplia autonom¨ªa a Irlanda del Norte, incluida la creaci¨®n de una asamblea representativa, y porque establece una serie de organismos tripartitos en los que, en asuntos como turismo y agricultura, el gobierno de Dubl¨ªn tendr¨¢ ahora responsabilidades.
Para los unionistas, en cambio, el acuerdo inmuniza a las provincias norirlandesas contra el riesgo de independencia, porque los firmantes se comprometen a no alterar el estatuto actual sino mediante un refendum (y hay un 60% de unionistas contra 40% de republicanos) y porque, para hacerlo posible, Irlanda ha renunciado a la cl¨¢usula constitucional que consideraba a los seis condados "provincias cautivas". El tratado, adem¨¢s, concede una amplia amnist¨ªa a los terroristas encarcelados de ambos bandos. No se puede descartar, desde luego, que en el futuro, cuando se debilite el clima de entusiasmo que lo materializ¨®, y se hagan m¨¢s evidentes sus contradicciones, surja una nueva crisis. Pero tambi¨¦n en posible -es lo que todos esperan- que la din¨¢mica de la paz que el acuerdo ha generado cree una situaci¨®n irreveresible, que margine a los violentos, y, apoyada por el rechazo casi general a las acciones armadas, la futura evoluci¨®n del problema norirland¨¦s sea s¨®lo pol¨ªtica, es decir pac¨ªfica, y los treinta a?os de terror queden como una pesadilla del pasado.
En todo caso, no hay duda que quienes hicieron posible el acuerdo merecen todos los aplausos. Los diarios y las televisiones hacen estos d¨ªas grandes elogios a Tony Blair y Bertie Ahern, el primer ministro de Irlanda, al senador estadounidense George Mitchell que presidi¨® la Comisi¨®n negociadora, y al Presidente Clinton, como los grandes gestores de la operaci¨®n diplom¨¢tica que forj¨®, primero, las conversaciones, y, luego, el acuerdo, entre los principales partidos de la mayor¨ªa unionista y la minor¨ªa republicana de Irlanda del Norte, incluido el Sinn Fein, brazo pol¨ªtico del IRA (Ej¨¦rcito Republicano Irland¨¦s), de Gerry Adams. Pero es una gran injusticia que, junto a ellos, no figure tambi¨¦n la hormiga laboriosa que llev¨® a buen puerto esta complicad¨ªsima negociaci¨®n: Mo Mowlam.
Estuve a punto de escribir un art¨ªculo sobre ella, como un modelo para pol¨ªticos, cuando, hace unos meses, en uno de los innumerables traspi¨¦s que sufri¨® la negociaci¨®n, ¨¦sta estuvo a punto de quedar enterrada del todo, por la decisi¨®n tomada por los terroristas unionistas (entre ellos el c¨¦lebre Johnny Mad Dog (Perro Loco) Adair) encerrados en la prisi¨®n de Maze, de las afueras de Belfast, de poner fin al di¨¢logo. La ministra se meti¨®, sola, a la prisi¨®n y, en una discusi¨®n de horas con los presos, consigui¨® hacerlos dar marcha atr¨¢s y seguir apoyando las conversaciones. En decenas de casos parecidos, la dedicaci¨®n y el empe?o con que la se?ora Mowlam trabaj¨® para limar asperezas, desarmar la confianza de los adversarios, parchar y zurcir los huecos que surg¨ªan o que el mero recelo y los rencores inveterados de parte y otra inventaban, salv¨® lo que parec¨ªa perdido o a punto de desintegrarse.
Si esto s¨®lo lo saben quienes han seguido obsesivamente la gestaci¨®n de aquel acuerdo, y no el gran p¨²blico, se debe, asimismo, a que la se?ora Mowlam es tambi¨¦n un pol¨ªtico infrecuente en otro sentido: la publicidad personal le interesa tan poco como el atuendo o el buen decir. Ahora mismo, parece muy satisfecha de que su jefe, Tony Blair, el Premier Ahern, Mitchell y Clinton, as¨ª como los l¨ªderes del Ulster -sobre todo, Trimble y Adams- se lleven los aplausos y nadie se acuerde de ella. Pero, en verdad, fue ella, quien, cuando todav¨ªa la posibilidad de un acuerdo para po-
Pasa a la p¨¢gina siguiente
Viene de la p¨¢gina anterior
ner fin a la violencia en el Ulster parec¨ªa una quimera, hizo el trabajo m¨¢s dif¨ªcil: ir removiendo los obst¨¢culos, tendiendo los puentes e induciendo a los envenenados adversarios a dar un paso hoy, ma?ana otro, hasta encontrarse un buen d¨ªa, sentados, frente a frente, sin bombas ni pistolas, en una civilizada mesa de negociaciones.
Sin que nadie lo supiera, la se?ora Mo Mowlam llevaba a cabo, al mismo tiempo que esta ¨ªmproba funci¨®n de hacer cuajar la paz en Irlanda del Norte, una batalla secreta por la supervivencia. Poco antes de asumir la cartera ministerial se le descubri¨® un tumor cerebral. Luego de operada, debi¨® seguir un tratamiento de radiaciones y de esteroides que la dej¨® calva e hinch¨® y deform¨® su cuerpo. Ella consigui¨® durante varios meses enga?ar a los gacetilleros insolentes que le preguntaban qu¨¦ le ocurr¨ªa, dici¨¦ndoles que, como hab¨ªa dejado de fumar, su apetito era ahora incontenible.
Su enloquecido ritmo de trabajo no disminuy¨® un ¨¢pice durante este per¨ªodo. Su calvicie excitaba a los caricaturistas y a los chistosos de la prensa, que no le daban cuartel, lo que a la ministra tampoco parec¨ªa importarle un comino. Al subir y al bajar de los helic¨®pteros, el ventarr¨®n de las aspas sol¨ªa arrebatarle o desacomodarle la peluca y, por supuesto, ¨¦se era el instante preferido de los c¨¢maras y los fot¨®grafos. En una c¨¦lebre conferencia de prensa, la peluca no se estaba quieta y cuando la ministra mov¨ªa las manos o asent¨ªa, bailoteaba, amenazando caerse. Irritada, se la arranc¨® ella misma y mostr¨® su cr¨¢neo, adornado con una liger¨ªsima pelusa, explicando: "Me importa un carajo lo que piensen. Me la quito y ya est¨¢. ?Alguna otra pregunta?". Cuando el cabello le creci¨® algo, cambi¨® la peluca por los pa?uelos. Con ellos ya no enfrentaba el riesgo de que se le cayeran, sino otro, m¨¢s grave: el de, por descuido, ponerse alguno de un color que tuviese una simbolog¨ªa pol¨ªtica que denotara favoritismo o bander¨ªa. El color verde (republicano) y el naranja (unionista) fueron erradicados de su guardarropa.
No s¨¦ cu¨¢l ser¨¢ el futuro destino pol¨ªtico de Mo Mowlam. Deseo, por su partido y su pa¨ªs, que se le reconozca el admirable servicio que ha prestado en este ¨²ltimo a?o, y se le conf¨ªan cada vez mayores responsabilidades. Ella encarna algo que es cada vez m¨¢s raro en las dirigencias pol¨ªticas de los pa¨ªses democr¨¢ticos: lo que Max Weber llam¨® un pol¨ªtico de convicci¨®n. Es decir, que act¨²a movido por principios e ideas antes que por intereses, algo que, por desgracia, suele ser m¨¢s extendido entre los extremistas y fan¨¢ticos que entre los l¨ªderes del mundo liberal y democr¨¢tico. Entre ¨¦stos, los mejores aparecen siempre como gestores o administradores eficaces de una realidad social o econ¨®mica, casi nunca como sus transformadores radicales. Ella crey¨® que aquella quimera -la paz en Irlanda del Norte- era necesaria y posible y sin dejarse amilanar por los gigantescos obst¨¢culos, se entreg¨® a la tarea de materializarla, con una fe, una perseverancia de sabueso y todo el saber y la experiencia pol¨ªtica que llevaba adquirida. Sus esfuerzos -no s¨®lo los de ella, claro est¨¢- han hecho que se concretara algo que hasta hace muy poco parec¨ªa inalcanzable. Su ejemplo muestra que un pol¨ªtico de convicci¨®n pueda tener tambi¨¦n un sentido pragm¨¢tico y arregl¨¢rselas para casar el idealismo y el realismo. Andar¨ªa mucho mejor el mundo si todos los gobiernos tuvieran por lo menos una ministra como Mo Mowlam, aunque se vistiera tan mal y soltara tantos ajos como ella.
? Mario Vargas Llosa, 1998. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario el Pa¨ªs, SA.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.