Las peceras
Pronto llegar¨¢ el d¨ªa en que la palabrer¨ªa estar¨¢ de m¨¢s, el d¨ªa en que la democracia mostrar¨¢ su cara m¨¢s estrictamente proletaria: la gente aproxim¨¢ndose a esas grandes peceras rectangulares y depositando su voluntad (algo parecido a su voluntad), para que los que mandan obren en consecuencia. No son los pol¨ªticos depositarios exclusivos de la democracia, s¨®lo sus m¨¢s directos gestores. Pero de vez en cuando se toman un respiro en su tit¨¢nico trabajo: el d¨ªa en que mandan las urnas tambi¨¦n es el ciudadano el que manda. Cada uno se acerca a la cola con su ¨ªntimo votito, con ese sobre humilde que cabr¨ªa en la bolsa de la compra o en la agenda de un contratista. La gente lleva a la pecera su voto, su pez particular, su humilde tenca de r¨ªo, su brutal marrajo, su celacanto de otro siglo. Todo va en gustos, hasta configurar esa especie de gran acuario que es el parlamento, donde las distintas especies conviven como pueden, en una especie de complicado equilibrio ecol¨®gico. El ejercicio del voto, para el que escribe, resulta muy estimulante. La democracia, que es un ideal plat¨®nico, apenas logra materializar sobre el mundo real m¨ªnimas aproximaciones. La m¨¢s veros¨ªmil se produce en el d¨ªa de elecciones. Hay un contraste curioso entre la alharaca de la campa?a electoral y el estremecido silencio que la sigue, entre el arrebato mitinero y la serenidad civil que se impone ante las grandes peceras. Los pol¨ªticos han dicho lo que han querido, o lo que han podido seg¨²n su imaginaci¨®n, a lo largo de quince d¨ªas. Ya no les quedan fuerzas para conseguir un ¨²ltimo converso. Y por fin son los ciudadanos los que van a decir algo. Han callado como tumbas pero a cada tanto resucitan. Por mucho que se empe?en, la libertad reside en esos cub¨ªculos acristalados. Uno deja all¨ª su voto y se marcha tan campante. Parece que no pasa nada, pero su pececillo se agitar¨¢ muy pronto, cuando en el recuento alguien pronuncie unas siglas. No es que uno crea a ciegas en las siglas. Pero se parecen a lo que uno piensa. En pol¨ªtica, y trat¨¢ndose de una sociedad compleja como la nuestra, se obra por aproximaci¨®n: el pececillo boquear¨¢ un momento y har¨¢ visible su presencia en el oc¨¦ano electoral. Una de las ventajas de la democracia como sistema pol¨ªtico es que, aunque no deje a todos contentos, impone la obligaci¨®n de simularlo. Son enternecedoras las declaraciones que se suceden tras el recuento de votos, ya que los partidos que no han triunfado rotundamente al menos han progresado, y los partido que no han progresado al menos se han consolidado. ?Qui¨¦n puede descreer de un sistema que a todos satisface? Las interpretaciones del voto tienden a infinito. Existen incontables elecciones previas que uno podr¨¢ tomar de referencia para subrayar sus ¨¦xitos de hoy. Y cuando eso no es suficiente siempre quedan las encuestas, miles de encuestas, millones de sondeos, m¨¢s o menos discutibles, m¨¢s o menos cuestionados e interpretados seg¨²n el color de la chaqueta o el humor del momento. Siempre habr¨¢ alg¨²n dato previo que demostrar¨¢ c¨®mo la p¨¦rdida de siete u ocho diputados es un tenaz avance del partido. La democracia tiene eso: que la voluntad popular es incontestable y la ret¨®rica debe ponerse a trabajar para explicarla. El persistente furor medi¨¢tico de las ¨²ltimas semanas ha tra¨ªdo, sin embargo, perversiones en la interpretaci¨®n de tan elaborada arquitectura. Se ha dicho que nuestro derecho ciudadano a voto dimana de la Constituci¨®n. Sin duda son turbulencias propias de la campa?a, donde la premura impide hilar m¨¢s fino. Eso no es cierto: el derecho a voto es inalienable y preexistente. Est¨¢ impresa en nuestra naturaleza la facultad de participar en el sistema pol¨ªtico. Las leyes reconocen ese derecho, pero no lo constituyen. Los derechos humanos son previos a la laboriosidad burocr¨¢tica de los boletines oficiales. En particular, el derecho a llevar un pececillo a la pecera enorme de la libertad.
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