De Westfalia a Amsterdam
Se acaba de cumplir el 350? aniversario de un acontecimiento que, adem¨¢s de poner fin a la Guerra de los Treinta A?os, produjo cambios extraordinarios en el sistema pol¨ªtico mundial hasta entonces vigente. Me estoy refiriendo a los Tratados de Westfalia, firmados en octubre de 1648. La entrada en vigor de esos Tratados provoc¨® la desaparici¨®n definitiva del modelo pol¨ªtico de monarqu¨ªa universal y su sustituci¨®n por un nuevo modelo basado en el equilibrio entre diversos estados nacionales europeos. Desde entonces, ese nuevo orden mundial, oficialmente vigente todav¨ªa en el momento actual, se fundamenta en la divisi¨®n territorial del mundo en Estados soberanos, cada uno de los cuales ostenta un poder, una soberan¨ªa exclusiva, sobre un ¨¢mbito territorial determinado.Basta, sin embargo, con una simple mirada al mundo de 1998 para comprobar hasta qu¨¦ punto ha quedado obsoleto ese orden mundial cl¨¢sico. El acelerado proceso de interdependencia y transnacionalizaci¨®n que estamos viviendo actualmente en los ¨®rdenes tecnol¨®gico, cient¨ªfico, econ¨®mico, cultural, humanitario, etc¨¦tera, est¨¢n provocando un desfase absoluto entre el orden pol¨ªtico y la realidad social. Mientras que la realidad, la vida en definitiva, en todas sus vertientes (social, econ¨®mica, cultural, tecnol¨®gica...) se apresta a afrontar con decisi¨®n los retos del siglo XXI, el orden pol¨ªtico mundial sigue anclado en un sistema institucional caduco dise?ado para un mundo y unas realidades que poco o nada tienen que ver con el momento actual.
El colapso y desplome producido estos ¨²ltimos d¨ªas en el sistema financiero y burs¨¢til constituye la mejor prueba de que, ni la capacidad pol¨ªtica de acci¨®n de los viejos Estados nacionales, ni tan siquiera la de las recientes uniones de Estados o la de las conferencias internacionales que han logrado institucionalizarse, guardan proporci¨®n alguna con el tipo de autorregulaci¨®n que ofrecen los mercados global y mundialmente entrelazados entre s¨ª.
La proliferaci¨®n de organismos internacionales, tanto formales como informales, no emanados directamente de la "autoridad" de los Estados, o la marcada tendencia a una disminuci¨®n de la efectividad de los gobiernos individualmente considerados, como consecuencia de la expansi¨®n de fuerzas e interacciones transnacionales, est¨¢n haciendo que muchos de los ¨¢mbitos tradicionales de actuaci¨®n del Estado (defensa, etc¨¦tera) ya no puedan ser llevados a cabo sin el recurso a formas internacionales de colaboraci¨®n. Ello est¨¢ obligando a los Estados a aumentar su nivel de integraci¨®n pol¨ªtica con otros Estados, provocando, as¨ª, un extraordinario aumento de instituciones y organizaciones supraestatales. Esa progresiva internacionalizaci¨®n resta posibilidades de acci¨®n aut¨®noma al Estado y trae como consecuencia el que cada vez resulte m¨¢s dif¨ªcil la regulaci¨®n de importantes procesos de decisi¨®n por parte del mismo.
En el mundo actual el protagonismo de las relaciones internacionales no es ya exclusivo de los Estados, sino que corresponde a otros muchos entes, instituciones o grupos no s¨®lo intergubernamentales, sino tambi¨¦n no gubernamentales, infraestatales o, incluso, a entidades privadas, legales o ilegales, de car¨¢cter cultural, social, mercantil, profesional. La pr¨¢ctica de las relaciones internacionales, hasta ahora r¨ªgida y herm¨¦ticamente estatalizada, ha derivado en una extraordinaria segmentaci¨®n tanto territorial como funcional. Junto a la diplomacia cl¨¢sica han aparecido diversas formas de paradiplomacia, o incluso contradiplomacia, cuyo sujeto ya no es el Estado. Por decirlo de forma gr¨¢fica, la era de los embajadores y ministros plenipotenciarios est¨¢ dejando paso a la de los especuladores financieros, los narco-barones, los broker o los hacker.
Estamos pasando, pues, de un mundo de Estados nacionales a un sistema global que, a su vez, contiene diversos subsistemas regionales. El modelo de Westfalia est¨¢ siendo sustituido por el modelo de Maastricht y Amsterdam o, incluso, por el modelo perfilado en Roma a trav¨¦s del Tribunal Penal Internacional de Justicia. El problema es que, institucionalmente, el nuevo modelo se halla todav¨ªa en un estado de desarrollo muy incipiente. Ello provoca, como acertadamente ha se?alado Habermas, un riesgo real de capitulaci¨®n del Estado de derecho ante la complejidad social. Los Estados y las instituciones internacionales cada vez van a tener m¨¢s problemas para mantener su legitimidad si no son capaces de mantener una cierta autonom¨ªa con respecto a las fuerzas surgidas de la globalizaci¨®n.
La existencia de este peligro se manifiesta no s¨®lo a escala global, sino, incluso, en aquellos subsistemas globales que, como la Uni¨®n Europea, han iniciado ya un proceso de adaptaci¨®n, excesivamente ambiguo y prudente en mi opini¨®n, a la nueva situaci¨®n. La acomodaci¨®n definitiva de Europa al proceso de globalizaci¨®n deber¨¢ exigir, previamente, la consolidaci¨®n de una voluntad general, de una identidad supranacional europea, de una entidad con cuerpo y esp¨ªritu propios. Es evidente que queda, todav¨ªa, un largo camino por recorrer. Ello no constituye en s¨ª un problema mayor. Lo realmente problem¨¢tico es la ausencia de pasos, siquiera m¨ªnimos, que puedan conducirnos a ese objetivo final.
Perm¨ªtanme exponer un ejemplo que refleja perfectamente cuanto acabo de indicar. La mejor forma de resolver, a corto plazo, la ambig¨¹edad pol¨ªtica en la que se desenvuelve actualmente la Uni¨®n Europea consiste en establecer y desarrollar una ciudadan¨ªa com¨²n capaz de desenvolverse en el espacio com¨²n que se est¨¢ creando. El concepto de ciudadan¨ªa de los Estados nacionales se sustenta en una deliberada combinaci¨®n de la voluntad general y la voluntad nacional o, si se quiere, en una amalgama de los conceptos de ciudadan¨ªa y nacionalidad. El futuro de la Europa democr¨¢tica, de la Europa de los ciudadanos, exige la superaci¨®n de este dogma cl¨¢sico de los Estados nacionales. Ello implica la necesidad de romper con el v¨ªnculo entre ciudadan¨ªa y nacionalidad. No ser¨¢ posible una Europa de los ciudadanos entretanto no se establezca el derecho a la participaci¨®n en la vida pol¨ªtica y, m¨¢s concretamente, el derecho al voto de todos los residentes, sea cual sea su nacionalidad. El reconocimiento de ese derecho supone otorgar preferencia a la participaci¨®n ciudadana sobre la nacionalidad; a crear, en definitiva, una ciudadan¨ªa cuya inserci¨®n en el espacio democr¨¢tico sea electiva y no "nativa". Mientras no seamos capaces de convencernos de la importancia de hechos tan elementales, careceremos de aut¨¦ntica voluntad soberana y seguiremos navegando al pairo de todo tipo de fuerzas oscuras.
Estamos viviendo un proceso de transici¨®n en el que Westfalia no acaba de morir definitivamente y Amsterdam tampoco termina de alumbrar definitivamente. La elecci¨®n resulta, sin embargo, bastante clara: o el cad¨¢ver de Westfalia o el todav¨ªa embri¨®n de Amsterdam. En nuestras manos queda el decidirlo.
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