El cementerio marinoRAFAEL ARGULLOL
Nos sucede a menudo que un paisaje nos traslada a otro, apropi¨¢ndose de sus poderes evocadores, incluidos los que se han traducido en obra literaria o art¨ªstica. Para que se produzca esta transmisi¨®n, que constituye una de las fuentes de la experiencia est¨¦tica, es necesario, sin duda, el azar pero tambi¨¦n la intervenci¨®n de elementos espaciales y temporales que desencadenen la correspondencia. Lo que sentimos, o¨ªmos o vemos se alojaba ya, por as¨ª decirlo, en alg¨²n lugar de nuestra consciencia -o de lo que denominamos nuestra memoria- de manera que se produce una fulminante familiaridad entre el pasado y el presente. Con frecuencia este proceso incluye una inesperada intuici¨®n del futuro. Gracias a este misterioso juego de la imaginaci¨®n, cualquier obra de arte, por compleja que sea aparentemente, nos remite a un sencillo fragmento de nuestra vida cotidiana y, en estricta simetr¨ªa, cada uno de nuestros instantes puede incubar proyecciones creativas que, liberadas de su estatuto particular, se hagan universales. Este mecanismo es v¨¢lido para la m¨²sica o la pintura, si bien es especialmente perceptible en la literatura. De un modo particular, en la poes¨ªa. En realidad, cualquier poema -cualquier concierto o cuadro- puede atravesarse inopinadamente en nuestro camino de una forma del todo distinta a como, con anterioridad, la le¨ªmos -la escuchamos, lo contemplamos. Dicho de otro modo: el poema est¨¢ al acecho, dispuesto a manifestarse si nuestra existencia lo requiere. No basta, por tanto, con la lectura o estudio del texto puesto que lo decisivo es el retorno del poema en un recodo de nuestro camino. El Archipi¨¦lago de H?lderlin, El viaje de Baudelaire, La tierra bald¨ªa de Eliot, las Eleg¨ªas de Duino de Rilke, o las de Bierville de Riba: cualquiera de estas obras cumbre de la poes¨ªa moderna, tenidas por complejas, son susceptibles de provocar este retorno para el que no es suficiente, aunque sea imprescindible, el esfuerzo intelectual de su interpretaci¨®n. Naturalmente, todo paisaje f¨ªsico o mental es potencialmente capaz de emancipar las libres asociaciones que permiten la circulaci¨®n est¨¦tica. Sin embargo, hay escenarios que parecen singularmente predispuestos para acelerar las correspondencias de la sensibilidad. El Sunion de Riba o los dioses de H?lderlin est¨¢n tras las ruinas de cualquier templo cl¨¢sico de la misma manera que s¨®lo al pie de la silueta inquietante de un gran volc¨¢n -el Etna o el Vesubio, por poner ejemplos cercanos- puede comprenderse cabalmente la atm¨®sfera construida por Malcolm Lowry en Bajo el volc¨¢n. Podemos saber mucho de pintura renacentista, pero s¨®lo la conocemos aut¨¦nticamente cuando atravesamos los campos de la Toscana. Quiz¨¢ sea por estas creencias, sin duda discutibles, que cada vez que vuelvo a leer El cementerio marino de Paul Val¨¦ry me resulta m¨¢s l¨®gico que el lugar desde el que se desarrolla la gran interrogaci¨®n del poeta sea el cementerio barcelon¨¦s de Montju?c y no, como sabemos suficientemente, el que se asienta sobre la colina que se eleva sobre S¨¨te. Es verdad, en este caso, que la situaci¨®n de las dos necr¨®polis es relativamente similar y que las dos ciudades portuarias limitan con el mismo mar Mediterr¨¢neo. El paralelismo para quien conozca las dos ciudades y los dos cementerios es inevitable. Pero esto no ser¨ªa suficiente si no actuara el factor primordial: desde ambas monta?as el deslumbramiento que produce el sol del mediod¨ªa es id¨¦ntico. El cementerio marino de Val¨¦ry es la evocaci¨®n de un deslumbramiento y s¨®lo bajo el efecto del deslumbramiento podemos entrar en el interior del poema. Nada nos habr¨¢ sido m¨¢s ¨²til que estudiar a fondo las claves metaf¨®ricas y simb¨®licas del texto, pero quien quiera penetrar en su n¨²cleo deber¨¢ recurrir a la escuela del deslumbramiento, desde Montju?c o desde un mirador parecido. Es decir, entre la memoria de la tierra -las tumbas familiares- y el mar. Pocas obras de nuestra tradici¨®n se han preguntado con m¨¢s hondura sobre el sentido de la existencia, dando, a su vez, una respuesta m¨¢s asumible por el hombre. Bajo el efecto de Midi, le juste (El justo Mediod¨ªa), seg¨²n la traducci¨®n cl¨¢sica de Jorge Guill¨¦n, pero para el que resulta con mayor idoneidad y contundencia fon¨¦tica un Migjorn, el just vertido al catal¨¢n) quedamos hechizados por la luz deslumbrante de lo absoluto, de lo perfecto. Aquel Ser de Parm¨¦nides del que arranca uno de los filones de la metaf¨ªsica occidental. Atrapados por el eje de fuego que el sol hace caer verticalmente sobre el mar permanecemos prisioneros de un sue?o sin existencia. Es un estado que hemos identificado con la plenitud, aunque, visto desde otro ¨¢ngulo, sea asimismo el vac¨ªo. El deslumbramiento, desliz¨¢ndose por los versos de Val¨¦ry, revela que se trata tan s¨®lo de palabras, y que la plenitud que ha reivindicado ansiosamente el pensamiento occidental coincide con el vac¨ªo, temido por nosotros -horror vacui- pero buscado en Oriente. ?nicamente cuando escapa al deslumbramiento el hombre est¨¢ en condiciones de vivir. La vida es lo impuro, lo imperfecto: aquel todo fluye de Her¨¢clito -el otro fil¨®n metaf¨ªsico- que en Val¨¦ry se convierte en todo huye. La luz oblicua de la tarde, al declinar el sol, nos invita a deshacer el espejismo: despu¨¦s del blanco inmaculado aparecen, por fin, los colores, los matices, las formas de la vida que el deslumbramiento impide sentir. Y con la conciencia de la impureza, de la imperfecci¨®n, de la accidentalidad, se manifiesta la existencia. Pero entonces el hombre ya no est¨¢ ciego de absoluto, sino que es un nadador que, al percibir sensitivamente -sensualmente- el mar, est¨¢ en condiciones de conocer. Invirtiendo los valores tradicionales de la metaf¨ªsica occidental, Val¨¦ry hace que el cuerpo salve al esp¨ªritu que permanec¨ªa detenido en un cerco aniquilador. La experiencia nos rescata de la enso?aci¨®n. El ciclo se cumple, de este modo, devolvi¨¦ndonos a la inmediatez de los sentidos y a la memoria de la tierra. Todo sigue igual. Y sin embargo, las monta?as sobre el mar, los cementerios marinos, nos han ofrecido otra visi¨®n de nosotros mismos.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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