Nombres
Les han inventado nombres vascos a algunas calles del casco viejo de Pamplona. Si el consistorio los aprueba, cosa muy probable, de ahora en adelante junto a Mercaderes, Calderer¨ªa, San Agust¨ªn, San Lorenzo... etc, se usar¨¢n tambi¨¦n, esperen que mire, Merkataridinda, Galdairudinda, Done Agustin, Done Laurendi, etc. Insisto en el verbo inventar: no son nombres antiguos resucitados, el dictamen reconoce sin pudores que se trata de nuevas creaciones. Lo cierto es que la cosa no nos deber¨ªa pillar de nuevas: en el Pa¨ªs Vasco llevamos mucho tiempo invent¨¢ndonos nombres. Ya Arana, a quien siempre hizo sufrir mucho ver a los vascos b¨¢sicamente tan iguales a los dem¨¢s humanos, se invent¨® de una sentada un reluciente santoral para uso de sus seguidores. Probablemente hubiera preferido algo m¨¢s definitivo y biol¨®gico, pero ante la imposibilidad de, pongo por caso, a?adirnos una oreja m¨¢s, empez¨® por lo de los nombres. De ah¨ª viene la cosa. Porque esto de ahora de Pamplona es lo mismo: un nuevo episodio del rebautizo, consabida etapa de toda conversi¨®n. No cabe negar que del santoral de Arana a estos sus trasuntos modernos hay diferencias en el modo: Sabino, alma audaz, lo hac¨ªa m¨¢s a lo bestia, poniendo en su lista, en formidable despliegue de inventiva, exactamente lo que le sal¨ªa del mag¨ªn. Sus continuadores actuales, en cambio, gente m¨¢s le¨ªda, lo hacen a lo cient¨ªfico, es decir, imitando lo tradicional: al parecer, en la Edad Media se documentan en Pamplona dos calles Zakudinda y Urradinda ambas hoy desaparecidas, calle y nombre. Ese ha sido el patr¨®n sobre el que se ha cortado esta completa colecci¨®n de oto?o. La fama, arbitraria como suele, atribuye a los japoneses la palma en materia de imitaci¨®n, sea salsa, flamenco, ¨®pera, cualquier cosa; pues qu¨¦ quieren que les diga, yo no s¨¦ si en justicia esos laureles no deber¨ªan correspondernos a nosotros, que, como siempre, vamos un poco m¨¢s all¨¢ y hemos conseguido imitarnos, p¨¢smense, a nosotros mismos, cosa todav¨ªa m¨¢s dif¨ªcil y, si cabe, todav¨ªa m¨¢s in¨²til. Y as¨ª contin¨²a, imparable, la construcci¨®n nacional, sacando conejos de la chistera, invent¨¢ndose diferencias donde no las hab¨ªa, y a continuaci¨®n intentando colocarlas subrepticiamente como el colmo de lo vern¨¢culo, lo tradicional y lo identitario. Ya lo dec¨ªa Koldo Mitxelena, al que habr¨ªa que leer m¨¢s: los vascos tenemos la memoria corta; nos las pintamos solos para cubrir en tiempo record de venerable herrumbre cualquier cachivache que nos acabamos de sacar del bolsillo. Esperen ustedes: bastar¨¢n pocos a?os para que los nuevos nombres exhiban un moho inmemorial. Porque lo peor de todo esto es que prende: la onom¨¢stica de Sabino, por ejemplo, ha arrasado, y en todas partes pasa por el no va m¨¢s de lo ancestral (apenas tiene un siglo). Este ¨¦xito se explica por varias razones: Por un lado debe mucho, no cabe duda, a la pujanza del ¨²nico rasgo nacional vasco que no amenaza ruina (y que alguien deber¨ªa reivindicar en su programa pol¨ªtico): la credulidad. Pero, por otro, esta floraci¨®n de extravagancias va pareja en el fondo con la espantada general que se est¨¢ dando en las onom¨¢sticas tradicionales de todas partes. Pudiendo llamarse Sigfrido, para qu¨¦ llamarse Jos¨¦ Luis. Entre tantas Vanessas, Elizabethes y Jonathanes, no destacan mucho unos Iagobas y unas Jasones, ni tampoco unas Galdairudindas. Es el esp¨ªritu de los tiempos, al que por una vez, los vascos nos hab¨ªamos adelantado. Pero lo curioso de esta afici¨®n nuestra al invento, es que, bien mirada, denota una parad¨®jica desconfianza en lo que vale la propia identidad al natural, escurrida de indigestos escabeches. A juzgar por sus actos, los nacionalistas parecen estar y haber estado siempre convencidos de que sin su intervenci¨®n cosm¨¦tica, sin invent¨¢rselo un poco o un mucho, el pa¨ªs en realidad no vale gran cosa. Esta pasi¨®n por la purpurina y esta propensi¨®n a la restauraci¨®n chabacana con profusa construcci¨®n de a?adidos en estilo tradicional (y a¨²n, ?si siempre fueran en estilo tradicional!), sorprenden en un pa¨ªs tan bien provisto de rasgos de identidad absolutamente fet¨¦n, irreprochablemente distintivos y adem¨¢s aut¨¦nticos, si bien quiz¨¢s un poco moribundos, y aqu¨ª creo que toco la llaga. En fin, all¨¢ cada cual con sus ficciones, me dir¨¢n ustedes. Desde luego, pero esta cuesti¨®n tiene tambi¨¦n un aspecto p¨²blico que f¨¢cilmente puede pasar desapercibido: cierta parte de estos delirios, la que corresponde por ejemplo a los nombres de las calles y a la toponimia mayor (otro campo favorito para el desenfreno y la pacotilla) pertenece de lleno a la normativizaci¨®n de la lengua vasca; es decir, que ya no es una cuesti¨®n privada como llamarse Lorelei, Gotzon o como le parezca a cada cual; estas toponimia y odonimia, compuestas en gran parte por inventos y por escombro arqueol¨®gico de diversas edades, adquiere inmediatamente fuerza de norma y debe ser empleada por quien quiera expresarse por escrito en lengua vasca. Lo cual es m¨¢s grave. En efecto, una cosa es usar el euskera y otra verse obligado, por mor de la normativizaci¨®n, a tomar parte solo por usarlo en esta especie de opereta vascona de tan mal gusto. Es muy desagradable, y no dejar¨¢ de contribuir a alejar del idioma a aquellos a quienes estas cosas les producen una ¨ªntima repugnancia; es decir, a los que, no estando vacunados contra el rid¨ªculo por el amor a la patria -sentimiento ya se sabe de gran poder an¨¦stesico-, tienen sin embargo cierto inter¨¦s en el cultivo de la lengua. Si es que todav¨ªa queda alguno de esos, claro.
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