Hecatombe
Las cumbres de la sierra de Aitana, el alabastro de Chillida y las piedras de los adolescentes de la intifada palestina, escapar¨¢n, un a?o m¨¢s, a la voracidad de los d¨ªas que llegan por las calles iluminadas de campanas y dromedarios. Mientras la sociedad de la opulencia no descubra los placeres de la grava, del p¨®rfido o del canto rodado, el reino mineral est¨¢ a salvo del torrente de los jugos g¨¢stricos del banquero de Amsterdam y de la fetidez de la cloaca intestinal de cualquier fabricante de ojivas nucleares. Como ya es costumbre, el pescado, el pavo y los pimpollos de pino sufrir¨¢n la hecatombe ritual del banquete o la agon¨ªa del espumill¨®n y de las lucecitas intermitentes, con redobles de tamborilero. En las grandes superficies comerciales ha nacido un dios y se registra en la caja, con certificado de garant¨ªa; entre tanto, la parroquia viaja admirada y genuflexa de una planta a otra, husmeando, entre las existencias, el deslumbrante prodigio. En estos tiempos, se sacrifican aceleradamente reba?os, granjas, bosques, aguas y todo el aire de la creaci¨®n en vuelo: ha llegado el esp¨ªritu de la Navidad. A estas alturas de la gen¨¦tica, lo m¨¢s civilizado es tutearse con un caracol y sentar a la mesa al abuelo chimpanc¨¦ abandonado en el asilo o en una gasolinera. Pero los hombres y las mujeres de buena voluntad, se obstinan en ulcerarse las tripas y el cr¨¦dito, en un acto de supremo amor propio. El esp¨ªritu de la Navidad es un esp¨ªritu burl¨®n y obeso. Pero su fino y calculado dise?o tiene una imperceptible rendija y si se mira por ella se contemplan las clases sociales que las modernas doctrinas niegan pavorosamente: est¨¢n los ricos, los despose¨ªdos y los fatuos. Los fatuos llevan n¨²mero de caducidad, corbata de seda y sesos rebozados de virutas met¨¢licas. Pero el campesino hondure?o, la ni?a africana y el chabolista de nuestras afueras s¨®lo conocen las sobras de ese esp¨ªritu: piden justicia y reciben caridad; monta?as de esti¨¦rcol humano enriquecido con amino¨¢cidos, vitaminas y hierro de las carnes y los mariscos devorados a bandadas. Todas esas gentes, un buen d¨ªa, se calar¨¢n la conciencia decididamente y, en silencio, se llevar¨¢n cuanto es suyo, sin que nadie se atreva a levantar los ojos podridos del besugo.
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