Dinero, sexo y guerra
En enero de 1993, Clinton hizo su entrada triunfal en la Casa Blanca. Una atm¨®sfera a?os sesenta domin¨® la fiesta de la toma de posesi¨®n del presidente. Sonaban los mensajes de las buenas intenciones: la convivencia en la diversidad, la aceptaci¨®n de las diferencias, el respeto a cada ciudadano, la igualdad ante la ley. Una m¨²sica que ven¨ªa a poner fin al periodo de la utop¨ªa conservadora, en el que la libertad se reduc¨ªa al ¨¦xito econ¨®mico y en el que cristalizaron figuras de la estupidez como esta mezcla de jogging, Prozac, obediencia, desprecio al subordinado y lucha a muerte por escalar la quimera del oro llamada yuppy. Naturalmente, el puritanismo, con sus habituales componentes de rigidez formal e hipocres¨ªa moral, era el complemento necesario para matar todo deseo o ilusi¨®n, individual o colectiva, que no pasara por el dinero. Casi seis a?os despu¨¦s, el presidente Clinton, que deb¨ªa liderar esta nueva frontera, est¨¢ atrapado en un callej¨®n sin salida de sexo, conspiraciones, venganzas y guerra. ?l mismo ha tapiado el ¨²ltimo hueco que le quedaba para escapar del acoso. Su ataque a Irak le enajenar¨¢ el favor de buena parte de la opini¨®n p¨²blica internacional, indignada por el clima de restauraci¨®n inquisitorial creado por Starr y los sectores m¨¢s conservadores del partido republicano. No hay, esta vez, argumento para defender el bombardeo masivo de Irak. No se trata ya s¨®lo de la cuesti¨®n de oportunidad. Es nefasto que un presidente pueda lanzar un ataque masivo a otro pa¨ªs s¨®lo por un c¨¢lculo -err¨®neo, por otra parte- de inter¨¦s personal. Y es abominable tambi¨¦n que un presidente acorralado considere necesario hacer una exhibici¨®n de machismo b¨¦lico para demostrar la fuerza de la instituci¨®n presidencial americana. Pero es m¨¢s absurdo todav¨ªa confundir medios y objetivos. Si la dictadura de Sadam es una amenaza para el mundo, el ¨²nico objetivo deber¨ªa ser derrocar a Sadam. Y esto no se consigue con un bombardeo que puede incluso reforzar la autoridad del tirano. Clinton renov¨® su mandato con amplio apoyo del electorado femenino -especialmente de las muchas mujeres que viven solas con sus hijos en situaciones a menudo precarias-y del electorado negro y chicano. El Parlamento le impidi¨® la peque?a revoluci¨®n en la asistencia sanitaria, liderada por Hillary, que hab¨ªa prometido, pero hab¨ªa conservado el favor de los perdedores de los a?os de la utop¨ªa conservadora. La inestabilidad de su car¨¢cter, que le convierte f¨¢cilmente en un enemigo de s¨ª mismo, hab¨ªa deteriorado su carisma, porque cuando se adquiere el h¨¢bito de mentir es muy dif¨ªcil no generar desconfianza. Pero el justiciero Starr era, a ojos de muchos ciudadanos, un peligro mucho mayor que un presidente algo compulsivo sexualmente. Starr representaba el odio de lo m¨¢s reaccionario de la sociedad americana contra un presidente que representaba cierta imagen de cambio y tolerancia. La capacidad de Clinton de cavar su propia fosa es pareja a la energ¨ªa que es capaz de gastar por salir de ella, hasta la pr¨®xima ca¨ªda. Hasta ahora hab¨ªa ido reflotando siempre. Pero esta vez ¨¦l mismo ha tapado el hoyo con una losa que no ser¨¢ f¨¢cil levantar. Dicen que los americanos apoyan la acci¨®n b¨¦lica del presidente. Pero la reacci¨®n patri¨®tica de una ciudadan¨ªa con conciencia imperial no impedir¨¢ que el bombardeo haga argamasa con este l¨ªo de sexo, mentiras e hipocres¨ªa puritana de sus adversarios, componiendo una figura presidencial d¨¦bil que dif¨ªcilmente puede dar confianza a los americanos. Todo es rocambolesco en torno a Clinton. Va a Palestina y lleva el apoyo a los ¨¢rabes hasta extremos que nunca otro presidente americano se hab¨ªa permitido. Sin embargo, no consigue hacer mover un mil¨ªmetro a los jud¨ªos, al tiempo que los sectores m¨¢s ultras del juda¨ªsmo forman parte del n¨²cleo duro de los que luchan por derribarle en Washington. Horas despu¨¦s lanza el ataque a Irak, enfureciendo a los palestinos que le hab¨ªan recibido como un aliado. La potencia de Estados Unidos es, en este momento, tan superior a la de cualquier otro pa¨ªs que pueden permitirse atacar a otro pa¨ªs sin legitimaci¨®n alguna en los foros internacionales y, al mismo tiempo, montar la destituci¨®n de su presidente por haber mentido sobre un desliz extramatrimonial. Algo no funciona en la democracia americana cuando un presidente puede hacer uso caprichoso, sin necesidad de contar con el Parlamento, de su inmensa fuerza b¨¦lica y, en cambio, puede ser destituido por una minucia. La moral puritana se ha construido siempre sobre esta hipocres¨ªa: una felaci¨®n puede ser considerada m¨¢s grave que un asesinato, sobre todo si la v¨ªctima es un pobre, un negro, un ¨¢rabe o un ladr¨®n. La presidencia de Clinton est¨¢ psicol¨®gicamente liquidada. Dif¨ªcilmente podr¨¢ recuperar su autoridad. Pero la opini¨®n p¨²blica americana tiene todav¨ªa mucho que decir. Y sobre todo, recuperando el esp¨ªritu de las movilizaciones por los derechos civiles, restablecer la jerarqu¨ªa de valores en la sociedad americana. Si la llegada de Clinton significaba el fin de la utop¨ªa conservadora (y de hecho, como en un efecto domin¨®, en las democracias occidentales fueron cayendo casi todos los gobiernos conservadores), el disparatado final del presidente pone a la ciudadan¨ªa americana ante la responsabilidad de evitar la vuelta al pasado. Hay que desconfiar de las llegadas triunfales de los presidentes de izquierda o centro izquierda. Mitterrand celebr¨® el acceso al poder con una solemne parada camino del Pante¨®n y estos d¨ªas el Parlamento franc¨¦s ha discutido las conclusiones de una investigaci¨®n que siembra muchas dudas sobre la implicaci¨®n presidencial en el genocidio de Ruanda. Felipe Gonz¨¢lez entr¨® con expectativas jam¨¢s contadas y sali¨® atrapado entre el caso GAL y la corrupci¨®n. Y el "amigo Blair", que vino a meter el mundo por el estrecho callej¨®n de la tercera v¨ªa, va de telonero de Clinton en el ataque a Irak, como una Thatcher cualquiera. Aprender a desconfiar de las grandes promesas, crecer en el escepticismo del que sabe que un l¨ªder es un hombre como cualquier otro pero que adem¨¢s tiene poder, no debe conducir al fatalismo de que las cosas no pueden ser de otra manera, de que hay un camino que seguir y s¨®lo una posibilidad: acomodarse. El d¨ªa en que esta idea se imponga, Starr habr¨¢ ganado su batalla de fondo y la democracia se habr¨¢ convertido definitivamente en una forma de aristocracia. No estamos tan lejos. De momento, queda una arma, el sufragio universal, para evitarlo.
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