Castilla seca
Madrid se est¨¢ comiendo el campo, o el campo se repliega, derrotado, inerme, desarbolado literalmente. Cuesta trabajo imaginar esta Espa?a mesetaria cubierta de vegetaci¨®n, manchada de bosques, regada por la lluvia ben¨¦vola y puntual, volada por el ¨¢guila y el halc¨®n, habitada por el lince, el lobo y otras fieras y alima?as, junto a la desconfiada liebre, la insolente paloma y la perdiz gregaria, que reclaman tan s¨®lo el grano, el agua y el cobijo nocturno; tierra de antigua mesta y labrant¨ªa cuyos ¨¢rboles talaron los concejos comunales para trucarlos por comida, luego presa codiciada de los primeros especuladores, nacidos al amparo de una corrompida Desamortizaci¨®n. Por la estepa arrugada suena el estampido dominical de las escopetas en este tiempo de veda alzada.Con im¨¢genes virtuales podr¨ªamos recrear nuestro territorio, antes de la gigantesca pedrada que, seg¨²n nos han dicho hace poco, acab¨® con los dinosaurios. Debieron de ser tremendas las consecuencias de aquel descuido c¨®smico, aunque sea dif¨ªcil conjeturar los verdes valles, anteriores al Ed¨¦n, con los tremendos reptiles pastando en inagotables praderas. Por las reconstrucciones de los cient¨ªficos, quiz¨¢s los esperp¨¦nticos seres fuesen un error de dise?o y hubo que borrarlos de golpe y porrazo, sin contemplaciones. No acierta la fantas¨ªa a representarlos, cuando el madrile?o sale del recinto urbano, cada vez m¨¢s dilatado y difuso. Caminando hacia el Sur, el Este, a cualquier parte, observamos c¨®mo palidece el verdor del paisaje y el invierno -que se anticipa duro y extremado- lo seca de fr¨ªo, sin otro abrigo, a veces, que un edred¨®n de nieve, que luego secarra el sol de julio. Montes, colinas, piel curtida de un territorio maltratado por sus habitantes y por la naturaleza, que ha puesto muy dif¨ªcil el camino a los r¨ªos de agua y a esas otras venas de asfalto que son las carreteras. En algunos oteros sobreviven desmoronadas piedras de las fortalezas fronterizas, porque las Castillas y las Andaluc¨ªas fueron, durante muchos siglos, demarcaci¨®n el¨¢stica, que nunca albergaron la paz ni la concordia.
De tanto en cuanto, unas incongruentes alamedas que no suelen llevar a parte alguna, la doble hilera flanqueando el camino a cuyo t¨¦rmino deber¨ªa haber una gran casa, un cortijo, un caser¨ªo. Parece el abandonado escenario de una pel¨ªcula de magro presupuesto, el sendero por donde se pierde una calesa y lo mejor de la apasionante historia detr¨¢s de la palabra "fin". No hay que ir muy lejos para encontrar la exuberancia mediterr¨¢nea. Ya por tierras de Albacete, el tes¨®n de los agricultores ha fertilizado un terreno de secano, porque agua hay en todas partes, la cuesti¨®n es buscarla y encontrarla. Da la impresi¨®n de que en los alrededores de Madrid nadie quiere perforar esas enormes lajas de subsuelo mineral, a la espera de la siembra de chabolas, que son la avanzadilla de la urbe desbordada, cuando por all¨ª s¨®lo ramoneaban las ovejas y las cabras com¨ªan hasta las piedras. Ya no se ve al Blasillo y a su colega que invent¨® Forges, ni a las mujeres de negro, refugiadas en los escenarios que representan los dramas rurales de Garc¨ªa Lorca, Yermas y Bernardas Alba con pantalones vaqueros debajo de las sayas. Tampoco a los pastores, que no hace mucho cambiaron el caramillo por un transistor. Quedan en pie algunas casetas de pe¨®n caminero, otro g¨¦nero de hombres oficialmente solitarios, como fareros de la llanura, remendadores de la calzada con gravilla que pulverizaban a martillazos, humildes empleados de la Administraci¨®n y uno de sus pilares.
En otros tiempos, que hemos vivido, la distancia entre estos pueblos que van a la extinci¨®n, eran largas puntadas que hilvanaban una torre de iglesia con otra torre de iglesia, el silo del cercal junto a las eras y esa casita apartada, del vecino segregado de la comunidad. En su Jugar sobreviven apenas esos destartalados puticlubs cuyo pat¨¦tico reclamo de ne¨®n congrega a la perversi¨®n de los ¨²ltimos caciques mon¨®gamos y al mocer¨ªo que quiere aturdirse con el calamocho y la lista del paro. Es el reverso del bastidor por el que pasan, sin detenerse, los automovilistas nocturnos, y apenas se entrev¨¦n, como un mortecino destello, los viajeros del tren o del autob¨²s. Aunque, de forma silenciosa y encubierta, muchos ciudadanos llevan a?os comprando casas de adobe en esos villorrios, a poca fama que les den unas vi?as cercanas. Cuestan un ojo de la cara.
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