AntipatrimonioRAFAEL ARGULLOL
Hace unos cuatro a?os escrib¨ª en estas mismas p¨¢ginas un art¨ªculo denominado Dinamitar para construir, que despert¨® ciertas susceptibilidades entre algunos de mis amigos arquitectos. Defend¨ªa en ¨¦l el recurso a la demolici¨®n como principio inexcusable de la arquitectura del futuro de manera que, sobre todo en determinados viejos territorios europeos como nuestro pa¨ªs, fuera imprescindible la previa destrucci¨®n de los edificios m¨¢s agresivos y siniestros antes de dar paso a nuevas construcciones. Afortunadamente, a lo largo de estos a?os se han hecho m¨¢s frecuentes las demoliciones en esta misma direcci¨®n y, aunque no debamos albergar demasiadas ilusiones, no dejan de resultar sintom¨¢ticas iniciativas como la que estos d¨ªas se discuten en las islas Baleares, donde la agresi¨®n del cemento y la gr¨²a empieza a verse como insoportable. Paralelamente, muchos arquitectos se han sumado a la cr¨ªtica de las consecuencias devastadoras de gran parte de la edificaci¨®n moderna. Lo cierto, sin embargo, es que sigue existiendo un desazonador desequilibrio entre la vastedad del desastre y nuestra capacidad de rectificaci¨®n. Cuando viajamos a trav¨¦s del antipatrimonio erigido en la segunda mitad del siglo XX, el dominio de los perfiles destructivos en las ciudades, pero tambi¨¦n en el ¨¢mbito rural, es tan abrumador que se hace dif¨ªcil saber por d¨®nde puede empezar a hacerse reversible el proceso. La arquitectura creativa, en el caso de que se haya producido, queda anegada por un imparable torrente de especulaci¨®n y mediocridad, de incompetencia y demagogia. Con pocas excepciones, tambi¨¦n las tentativas de racionalizaci¨®n urban¨ªstica, cuando se han dado, han debido soportar una presi¨®n disgregadora casi insuperable. De no actuar dr¨¢sticamente, el antipatrimonio arquitect¨®nico es uno de los legados m¨¢s inquietantes para el pr¨®ximo siglo, sin que sirvan de soluci¨®n las operaciones de camuflaje materializadas en la actual arquitectura urbana: una arquitectura blanda, sin rostro ni alma, proyectada en serie por arquitectos-oficinistas bajo el dictado de los grandes promotores. Ha venido a sustituir en las dos ¨²ltimas d¨¦cadas aquella otra arquitectura, b¨¢rbara y brutal, de las d¨¦cadas de los sesenta y setenta con la que los due?os de los negocios inmobiliarios arrasaron las ciudades y sus memorias. Pero se trata s¨®lo de un maquillaje que se corresponde con tiempos m¨¢s opulentos y mesocr¨¢ticos, y con una fase tranquila, por ins¨®litamente segura, del capitalismo. Es, en cualquier caso, una arquitectura pragm¨¢tica que, si bien encaja perfectamente con el resto de nuestros pragmatismos sociales, no contribuye a afrontar la cuesti¨®n de ra¨ªz. El siglo de las utop¨ªas degeneradas -este que a¨²n llamamos "nuestro"- ha tenido en la arquitectura uno de sus mejores ejemplos. Del sue?o a la pesadilla: como ha ocurrido con el mito del progreso o con el de la emancipaci¨®n, tambi¨¦n el mito de la arquitectura feliz -igualitaria, social, vanguardista- ha tenido sus hiroshimas, auschwitzs y gulags. Es una evidencia que nos ha dejado moralmente desnudos y ante la que todav¨ªa no hemos reaccionado con suficiente energ¨ªa, libertad e imaginaci¨®n. No somos suficientemente libres e imaginativos, todav¨ªa, para pensar un hombre que, sin caer en la tentaci¨®n de creer en nuevos para¨ªsos en la tierra, sea no obstante capaz de concebirse a s¨ª mismo y concebir la vida m¨¢s all¨¢ de la pura inercia del temeroso superviviente. Tras la estrepitosa ca¨ªda de los mitos modernos tenemos demasiado miedo de equivocarnos otra vez y, tal vez, observando el balance, no estemos faltos de argumentos. Sucede, con todo, que los grados de pervivencia de las utop¨ªas degeneradas es desigual en nuestra vida cotidiana, y que del mismo modo en que la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn sirvi¨®, en su simbolismo aparente, para aliviarnos de un ¨ªncubo destructor sumamente perdurable, ser¨ªan necesarias las ca¨ªdas de otros muros para intentar calibrar nuestras propias fuerzas. Algo de este calado deber¨ªa suceder en el terreno de la arquitectura para, m¨¢s all¨¢ de justificaciones y ocultamientos, adentrarse en el sue?o y la pesadilla de la modernidad arquitect¨®nica, sentando, as¨ª, los fundamentos de una rectificaci¨®n de futuro. A estas alturas algo sabemos: sabemos que los hiroshimas, auschwitzs o gulags son monumentos b¨¢sicos de nuestro antipatrimonio espiritual. Tambi¨¦n tenemos conciencia de muchos otros cap¨ªtulos de nuestro cat¨¢logo antipatrimonial. Por lo general, sin embargo, somos poco audaces o permanecemos impotentes ante una maquinaria aparentemente imparable, como la de la especulaci¨®n inmobiliaria. Pero la cobard¨ªa acr¨ªtica ha contribuido a enturbiar m¨¢s el horizonte: la denuncia temprana, junto a los otros totalitarismos, del totalitarismo arquitect¨®nico moderno (es decir, una vez m¨¢s, de la degeneraci¨®n de la utop¨ªa) hubiera contribuido a la posibilidad de rectificaci¨®n de rumbo o, al menos, a evitar la frecuente confusi¨®n entre funcionalidad y desastre. En la admisi¨®n de los m¨²ltiples desarrollos distorsionados del "ideal moderno" se hubieran podido preservar algunos de sus contenidos m¨¢s aut¨¦nticamente renovadores. La ceguera de muchos de los mejores arquitectos -y con obras individualmente valiosas- ante el horror arquitect¨®nico que se apoderaba de las ciudades s¨®lo es equiparable a la ceguera de tantos intelectuales y tantos cient¨ªficos ante otros horrores. Su autosatisfacci¨®n y debilidad han inmovilizado la conciencia cr¨ªtica. El promotor inmobiliario y su arquitecto-oficinista han hecho el resto. Lo dicho: dinamitar para construir. Aunque, l¨®gicamente, ahora se necesita m¨¢s dinamita que hace cuatro a?os.
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