Hospital
Los m¨¦dicos no creen que David Scott pueda abotonarse la camisa o escribir a m¨¢quina, pero s¨ª coger un vaso, marcar un n¨²mero de tel¨¦fono, abrir una puerta. Lo har¨¢ con la mano de otro hombre que le han trasplantado en el Hospital Jud¨ªo de Louisville (Kentucky), y al empezar sus ejercicios de rehabilitaci¨®n se acordar¨¢, seguramente, del australiano Clint Hallam, que ya puede mover los dedos de la que le implantaron a ¨¦l en Ly¨®n (Francia), hace unos tres meses. Suena extra?o todo este asunto de los ¨®rganos donados. ?Pensar¨¢n Scott y Hallam que una parte de s¨ª mismos llev¨® durante a?os una vida distinta al resto? ?Cu¨¢l habr¨¢ sido esa vida? ?Para qu¨¦ la usaron los donantes: acariciar, cavar, golpear? ?Puede haber, a partir de ahora, alguna clase de relaci¨®n entre lo que est¨¦ escrito en las l¨ªneas marcadas en la palma de esa mano y el futuro de la persona a quien est¨¢ cosida?En general, la mayor¨ªa de nosotros tiende a pensar que las cosas relacionadas con la enfermedad o la muerte est¨¢n a¨²n lejos, aplazadas, nos son ajenas: uno lee el nombre indescifrable de esos hongos que matan o hieren de gravedad a pacientes de cl¨ªnicas de Barcelona, Vigo, Zaragoza o Baralando -scedosporium prolificans, aspergillus-, ve desde este lado de los peri¨®dicos o los televisores c¨®mo su vida se llena durante un par de semanas de palabras infrecuentes -hematolog¨ªa, inmunodepresi¨®n, quir¨®fano- y luego regresa a sus propios asuntos sinti¨¦ndose conmovido, pero tambi¨¦n a salvo. Lo contrario de sufrir es creerse indestructible. Sin embargo, eso que nos parece tan remoto est¨¢ a nuestro alrededor, pasa por nuestro lado con la forma de una ambulancia blanca que atraviesa la ciudad, que nos obliga a echarnos a un lado mientras el ruido brutal de su sirena apaga el de las conversaciones, los motores, los cubiertos que golpean contra un plato o cortan un trozo de carne. Despu¨¦s se pierde entre el tr¨¢fico, lo mismo que si se alejara de nosotros. Eso es lo que nos decimos, pero no es cierto.
En mi calle hay un hospital, y eso la convierte en un sitio de proporciones diferentes al resto de los sitios, en una mezcla de dos mundos insolubles formada por camilleros y amas de casa, utilitarios y sillas de ruedas, vendedores a domicilio y cirujanos. Al mirar por la ventana los ves a unos y a otros, vestidos con ropa normal o con uniformes verdes y largas batas blancas, caminando por la acera, y te da la impresi¨®n de que hay algo irreal, casi ultraterreno, en esos doctores y enfermeras que se parecen a los personajes de un poema en el que Tennessee Williams cuenta sus visitas al manicomio en que estaba internada su hermana, la protagonista de El zoo de cristal: "Los locos entran a un cuarto/ intr¨¦pidamente, ya sabemos,/ con ojos como rosas que estallan en el aire./ Llegan desde un lugar que nos est¨¢ vedado./ Alguien peque?o y dulce los acompa?a siempre,/ va y viene de su espantoso mundo al nuestro,/ blanca gaviota planeando sobre un naufragio".
Tal vez sea el hecho de que muchos finjan que la enfermedad no los incumbe lo que haga que nuestra ciudad no est¨¦ preparada en su mayor parte para los inv¨¢lidos o los ciegos, igual que si las calles no las transitase m¨¢s que gente fuerte, sana, capaz de esquivar sin problemas una valla, un ¨¢rbol o una alcantarilla abierta, de subir los pelda?os de tres en tres o saltar una zanja. O, a¨²n peor, igual que si no quisi¨¦ramos ver a esos seres que sufren una incapacidad temporal o irreversible, tal vez convencidos de que la exhibici¨®n del sufrimiento es nociva, insana. Entre todos los rasgos que delatan el car¨¢cter ego¨ªsta e insolidario de nuestras sociedades, ¨¦ste es, sin duda, uno de los m¨¢s vergonzosos.
A m¨ª me gusta entrar en la cafeter¨ªa del hospital que hay cerca de mi piso y observar, mientras tomo una cerveza o un caf¨¦, a su clientela, esa forma peculiar en que andan, miran a un punto fijo o se visten con una combinaci¨®n de atuendo de calle y de andar por casa. Cuando est¨¢s all¨ª, a menudo se te acerca un convaleciente o alg¨²n familiar de un reci¨¦n operado, te cuenta la historia de su vida con una limpieza rara, desprovista de hipocres¨ªa o desconfianza. Me gusta ese bar porque all¨ª el sufrimiento no es invisible, porque te hace pensar si tal vez no ser¨¢ el mundo de afuera el que es mentira.
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