El precio de la posteridad
LUIS MANUEL RUIZ Tarde, muy tarde a veces, a esta altura de la madrugada en que los sem¨¢foros se quedan solos y la ciudad se vuelve enorme como un cementerio marino, yo sol¨ªa cruzar los Jardines de Murillo yendo o volviendo de alguna parte, y me gustaba reducir el paso para respirar y caminar m¨¢s tranquilo por aquel museo vegetal, siempre h¨²medo, que ten¨ªa algo de Ed¨¦n en rebajas, de jard¨ªn de Sherezade con desconchaduras y rotos, y que noche tras noche me invit¨®, con alg¨²n aroma borroso tra¨ªdo entre el olor a tierra, a reflexiones o recuerdos de los que dejan una sonrisa en los labios. La otra noche, buscando esa vaga sugerencia, me encontr¨¦ con una verja de lanzas afiladas que imped¨ªan f¨¦rreamente la entrada, o que obligaban a una circunvalaci¨®n que desbarataba todo el encanto del paseo; entonces supe que los criterios de conservaci¨®n del patrimonio del Ayuntamiento de Sevilla y mis raptos buc¨®lico-l¨ªricos eran tristemente incompatibles. El vallado del parque me hizo pensar, mientras emprend¨ªa un deslucido trayecto alternativo. Razon¨¦ que la ferocidad de la movida por aquellas latitudes -aunque ya en franca decadencia, parece- disculpaba el recurso al aislamiento, lanzas incluidas, como la estrategia del vecino algo antip¨¢tico que alambra las petunias para que el jard¨ªn se vea vistoso y bonito pero desde la calle; el argumento de la defensa del patrimonio de la ciudad podr¨ªa resultar impecable, creo que termin¨¦ por reconocer, de no ser porque esa misma defensa nos impide su disfrute. La cultura padece esa fea enfermedad: tiende patol¨®gicamente al museo. El tiempo le saca postillas de piedra, sarpudillos de m¨¢rmol, hace de las personas estatuas y convierte lugares de distracci¨®n en necr¨®polis de glorietas y papeleras. Los objetos pierden su valor de uso para ser promovidos al rango estirado y oscuro del monumento p¨²blico: se transforma en un objeto tab¨² que no puede tocarse, del que nos separan sensores de alarma o alg¨²n severo bedel que rasga tiques. Como le ocurri¨® al pobre Giraldillo o a las lendreras del hombre de Cromagnon, llega un momento en que las cosas deben dejarse de utilizar para ser adoradas, pagadas, comentadas y anotadas; el tiempo las reviste de una p¨¢tina supersticiosa, alejando y haci¨¦ndonos extra?o algo que en el pasado deb¨ªa sernos tan natural como el rutinario despertador o la pasta de dientes. Novelas burlescas son editadas por Reales Academias, divertimentos musicales exigen interpretaciones que no traicionen la intencionalidad de la partitura, dibujos er¨®ticos fabricados para consolar a amantes en carest¨ªa son visitados en sedes de fundaciones con moquetas y luces indirectas, la taxidermia causa estragos por todas partes; los animales disecados siempre resultar¨¢n m¨¢s llevaderos, aparte de que el pedestal y la placa parecen preferibles al alboroto en el patio y la porquer¨ªa: es el precio de la posteridad. Cuenta Jakob Burckhardt que una ciudad italiana del Renacimiento buscaba el modo de honrar a un hombre por sus servicios al Estado; se barajaron varias propuestas de homenaje, todas descartadas; alguien se levant¨® de la asamblea y sugiri¨®: mat¨¦mosle y hagamos con su cuerpo un mausoleo.
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