Aprender para olvidar, aprender para vivir
Hace alg¨²n tiempo, en una meditada argumentaci¨®n, desde las p¨¢ginas de este peri¨®dico, Antonio Mu?oz Molina defend¨ªa la utilidad de la literatura en la educaci¨®n como una herramienta para andar por el mundo, como aliada de la vida. En su sentir, tomarse en serio esa circunstancia exige abandonar la extendida actitud que ha convertido la literatura en un "adorno, en un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu". Para decirlo con una comparaci¨®n entre espacial y epistemol¨®gica, en la ense?anza, la literatura se sit¨²a en el mundo, como otro objeto m¨¢s de los que lo pueblan y que hay que conocer, en lugar de ubicarse donde debiera, del lado de la inteligencia, como un utensilio que ayuda a comprender el mundo. Su voz no es la ¨²nica que, en tiempos recientes, nos invita a ampliar la perspectiva. Desde distintos foros, la helenista Martha Nussbaum, interesada en una educaci¨®n para una ciudadan¨ªa justamente tolerante, viene afirmando la funci¨®n cognitiva de la literatura como un instrumento excepcional para entender otras vidas, para comprenderlas y, llegada la ocasi¨®n, padecer con ellas, compadecerlas. En su opini¨®n, la literatura es un lugar propicio para aunar el conocimiento de los otros y el acercamiento emocional, las mejores condiciones para la correcta evaluaci¨®n moral.Quienes tienen alg¨²n trato decente con la docencia saben bien de qu¨¦ hablan Mu?oz Molina y Nussbaum y saben que el problema no se limita a la literatura. No se trata de que los estudiantes no aprendan, sino que lo que aprenden no parece cumplir otro servicio que el de ser regurgitado con ocasi¨®n de los ex¨¢menes hasta que, al final, terminados los estudios, se conquista una suerte de derecho al olvido y empieza de verdad la vida. Los estudiantes, apenas traspasado el umbral del aula, parecen sufrir una lesi¨®n cerebral generalizada que se manifiesta como una esquizofrenia. Si a un estudiante de econ¨®micas se le pregunta su opini¨®n acerca de cualquier problema econ¨®mico, se apea de todo lo aprendido y se amarra a su sentido com¨²n, que por lo general es, como dijera Keynes para los pol¨ªticos, una teor¨ªa econ¨®mica falsa. El problema no es de la calidad del conocimiento, de que los estudiantes hayan entrenado un sensato escepticismo ante la debilidad explicativa de las teor¨ªas. Estudiantes de f¨ªsica de universidades norteamericanas de primera l¨ªnea, al ser preguntados acerca de qu¨¦ sucede cuando cae una moneda, echaban mano a una f¨ªsica (pseudo)aristot¨¦lica que har¨ªa palidecer al sargento del chiste aquel de "las cosas caen por su propio peso": "las fuerzas de la mano se transfieren a la moneda y la fuerza se extingue seg¨²n la moneda se eleva..." y as¨ª. Sencillamente, los conocimientos adquiridos se convierten en un barniz que no alcanza a impregnar la inteligencia.
Las razones de esta esquizofrenia cognitiva son diversas. No cabe descartar la intervenci¨®n de ciertas disposiciones psicobiol¨®gicas bien asentadas en la mente humana, disposiciones responsables de ciertas conjeturas (f¨ªsicas o psicol¨®gicas, por ejemplo) que, aun si falsas, han resultado eficaces para la propia evoluci¨®n de la especie. Los humanos nacemos con ciertas creencias acerca de c¨®mo es y c¨®mo funciona el mundo, acerca, por ejemplo, "del peso" de los cuerpos o de la acci¨®n a distancia, que, aunque no siempre se corresponden a como son realmente las cosas, nos proporcionan una conveniente econom¨ªa computacional para tomar decisiones en escenarios cambiantes que reclaman respuestas r¨¢pidas y eficaces. Acaso esta circunstancia ayude a entender algunas de las resistencias cognitivas, al menos por qu¨¦ aparecen m¨¢s all¨¢ de las tibias y blandas "humanidades", en ¨¢reas en las que no hay concesiones a la ligereza y, desde luego, no falta conocimiento asentado. Es el caso antes mencionado de los estudiantes de f¨ªsica y es, tambi¨¦n, el de los profesores de estad¨ªstica o de teor¨ªa formal de la racionalidad, que, como han mostrado diversos experimentos, en sus decisiones cotidianas violan sistem¨¢ticamente los axiomas de las teor¨ªas que cultivan. No est¨¢ de m¨¢s advertir que el reconocimiento de la intervenci¨®n de esas disposiciones no quiere decir que no se pueda hacer nada, aunque, seguramente, reclama abandonar algunas ingenuidades, entre ellas, un extendido mesianismo que parece ver en la pedagog¨ªa la soluci¨®n a los males del mundo.
De todos modos, si el problema se reproduce es sobre todo porque, en buena medida, se ve alentado por ciertas ideas que inspiran las pr¨¢cticas educativas. En primer lugar, ideas acerca de qu¨¦ es lo que hay que conocer. En las facultades de letras o de ciencias sociales, buena parte de las ense?anzas parecen menos interesadas en los asuntos que en los cat¨¢logos sobre los asuntos. La recomendaci¨®n de Paul Val¨¦ry de llevar a cabo "una historia de la literatura en la que no se mencionara a ning¨²n autor" deber¨ªa encontrar alg¨²n cobijo en docencias en donde parece importar menos conocer en qu¨¦ consiste el paro o las emociones que saber las opiniones -cuando no las vidas- de ciertos autores sobre el paro o las emociones. Si la vida se pareciera a un concurso de televisi¨®n, muy probablemente, tales conocimientos resultar¨ªan provechosos, pero no ser¨¢ ¨¦se el caso, mientras tenga que ver con el empe?o de ser felices, que requiere, sobre todo, un trato inteligente con el mundo y con los dem¨¢s.
Pero no es s¨®lo qu¨¦ se ense?a, sino, tambi¨¦n, c¨®mo. Ciertas ideas de renovaci¨®n pedag¨®gica han alentado una frivolidad en los procesos de aprendizaje que ha derivado en frivolidad de las ense?anzas. El empecinamiento en conjurar todo esfuerzo ha acabado por convertir el aprendizaje en un proceso de consumo en donde lo ¨²nico que importa es satisfacer a los estudiantes. En su af¨¢n de ajustar la oferta a la demanda, los profesores no parecen tener otra obligaci¨®n que facilitar las digestiones. Quiz¨¢, incluso, lo consigan y diviertan a los estudiantes. Pero, en lo que ata?e a alentar el inter¨¦s genuino, nada avanzar¨¢n, por m¨¢s que hagan juegos malabares, sesiones de espiritismo, echen las cartas o se desnuden. Como sucede con los derechos, que hay que tenerlos para apreciarlos, que s¨®lo se reclaman cuando se ha tenido oportunidad de conocerlos, en el aprendizaje no hay que confiar en que se solicitar¨¢ espont¨¢neamente aquello que, por definici¨®n, se ignora. La educaci¨®n no cae del lado de las actividades de consumo, de aquellas en las que uno empieza por disfrutar pasivamente apenas dispone de ellas, aun si despu¨¦s, con el aumento del consumo, el disfrute se mitiga o se esfuma. A poco trato que tengamos con el arte, las matem¨¢ticas o ciertos deportes, sabemos que, antes de que el gusto cribe, el juicio se refine o el cuerpo responda, hay que encarar tareas fatigosas e inciertas, y que, s¨®lo al final, con suerte, instalados como en una segunda piel, las capacidades adquiridas se sedimentan y se convierten en pertrechos con los que mirar el mundo y aquilatar, tambi¨¦n, lo aprendido. En esa hora, la demanda, ya educada, est¨¢ en condiciones de surgir y reclamar. S¨®lo entonces, cuando las capacidades se ejercitan, se consigue el disfrute, sin que, por lo dem¨¢s, ese ejercicio, para afinarse, para pervivir, pueda prescindir de cierta tensi¨®n inteligente, de cierto permanente reto. Bien mirado, algo parecido a vivir.
Las torpezas pedag¨®gicas responsables de la esquizofrenia tienen ra¨ªces profundas en nuestra cultura acad¨¦mica. No es un invento de hoy la contraposici¨®n entre vida y literatura, o, a¨²n peor, entre vida y conocimiento. Pareciera que estamos obligados a escoger entre la feria y el convento, entre acabar como gentes de acci¨®n, resueltos, felices, sandungueros y bulliciosos, o gentes de libros, indecisos, l¨²gubres, anodinos y amojamados. Las escasas buenas p¨¢ginas literarias que esas ideas han podido inspirar apenas disculpan el olvido de otra herencia, no menos importante ni m¨¢s reciente, aun si desatendida, para la que, sencillamente, hay algo que no funciona en el sabio desgraciado y triste. Para esa tradici¨®n, la tarea m¨¢s importante, la de ser feliz, requiere un trato inteligente con la vida, requiere buen conocimiento del mundo y de nuestros semejantes para saber orientarnos con destreza y compromiso en el oficio de vivir. Que no se convierta, ella misma, en otra materia a aprender y olvidar, o conferenciar, que, realmente, coja la vida de trav¨¦s, es una elemental responsabilidad de todos los que tienen que ver con la ense?anza, es decir, de todos.
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