Habitar literariamente Europa [HH] RAFAEL ARGULLOL
Plat¨®n, Virgilio, Dante, Goethe: si buscamos fundadores, ellos son los fundadores de Europa y no los bur¨®cratas, gestores y expertos que a menudo son bautizados de este modo. La denominada "construcci¨®n europea" -como si realmente Europa pudiera construirse -adolece de graves desequilibrios. Es demasiado pragm¨¢tica, demasiado t¨¦cnica, tan g¨¦lidamente sujeta al mercado y a la utilidad que los m¨¢rgenes de la imaginaci¨®n parecen estrecharse sin remedio. Una Europa que se contempla en un espejo de opulencia pero que corre el riesgo de ser espiritualmente an¨¦mica. Cuando en la actualidad hablamos de Europa parece que hablemos de una red que se teje en los despachos y en la que acabaremos felizmente atrapados, a salvo de incertidumbres y barbaries. As¨ª, medimos nuestro porvenir de acuerdo con la solidez de las bolsas, la estabilidad de las monedas, la velocidad de las comunicaciones: nos tranquiliza la supuesta firmeza de la habitaci¨®n mientras olvidamos preguntar por las caracter¨ªsticas del habitante. A golpe de estad¨ªsticas corremos el peligro de confundir las palabras y los interlocutores. Sin embargo, es insensato por completo, e incluso nihilista, hablar de Europa al margen de la cultura europea (o mejor: de las culturas europeas, entendida esta pluralidad no tanto en un significado pol¨ªtico, sino mental). La ausencia de poderosas referencias ideales nos empuja hacia la paradoja de edificar una sofisticada arquitectura sobre arenas movedizas. Frente al predominio de las totalidades, de los macroorganismos, de las grandes proclamas, habitar o rehabitar -literariamente- Europa es reivindicar la presencia indispensable del matiz, del claroscuro, de la fantas¨ªa, de la cr¨ªtica. De Homero a Tolst¨®i, Kafka o Joyce, los sucesivos albaceas de la imaginaci¨®n son los ¨²nicos garantes fiables para que podamos morar Europa con posibilidad -contradictoria y libre y no como construcci¨®n artificiosa y as¨¦ptica. De ah¨ª que debi¨¦ramos desembarazarnos de la mirada solemne y cansada, cuando no desde?osa, que dirigimos a nuestros cl¨¢sicos para reencontrar la fuerza que poseen en nuestro presente: un cl¨¢sico es, precisamente, el que, atravesando la tentaci¨®n arqueol¨®gica, nos obliga a aceptar la vigencia de su testimonio. Pocos como Goethe nos exigen tan apremiantemente esta consideraci¨®n, sea por su valor art¨ªstico sea por esa amplitud de horizontes intelectuales que tan bien se refleja en algunos de sus escritos autobiogr¨¢ficos, como Poes¨ªa y verdad (publicada recientemente, con una magn¨ªfica edici¨®n de Rosa Sala, por la barcelonesa editorial Alba en un adecuado homenaje al 250? aniversario del nacimiento del escritor) o en sus reveladoras conversaciones con Eckermann. Goethe nos informa mucho m¨¢s sobre lo que es, o puede ser, Europa que todos los dossieres provenientes de las oficinas de Bruselas. Pero adem¨¢s, Goethe (como Plat¨®n, Virgilio o Dante, como nuestros fundadores, si los hay) deber¨ªa ayudarnos a consolidar otra visi¨®n de nuestro inmediato futuro. No tiene ning¨²n sentido rendirse sin resistencias a la globalidad de la econom¨ªa y de las comunidades manteniendo, simult¨¢neamente, una inexistente pureza de "tradiciones nacionales" en la cultura. De hecho, rehabitar literariamente Europa supondr¨¢ el abandono de las "literaturas nacionales" a favor de una concepci¨®n de la literatura, heterog¨¦nea y plural, en la que las fronteras del idioma o del estado dejar¨¢n de ser prioritarias. Si esta es, finalmente, la tendencia hegem¨®nica nos encontramos, con mucha probabilidad, ante un doble movimiento espiritual: de un lado, con el retorno a aquel cosmopolitismo, anterior a la formaci¨®n de los Estados nacionales, en el que todav¨ªa alentaba la extraordinaria ¨®smosis cultural del mundo antiguo; de otro, con el ingreso en un nuevo escenario en el que no importar¨¢n tanto los estados europeos vigentes en los ¨²ltimos siglos cuanto las Europas que ir¨¢n conformando en el continente las sucesivas migraciones demogr¨¢ficas y civilizatorias. Lo que parece seguro, y tambi¨¦n destacable, es que, entre ambos movimientos, entre el retorno a la universidad y el acceso a la nueva diversidad, deba reducirse obligadamente el espacio de las visiones endog¨¢micas de la literatura para acentuarse, por el contrario, la permeabilidad del idioma com¨²n literario. Habitar literariamente Europa es empezar a escribir y conversar sin "cultura nacional", sin "educaci¨®n nacional", sin "literatura nacional". Es aceptar la paradoja de alimentarnos conjuntamente del canon y del anticanon. A este ¨²ltimo debemos confiar el juego libre de la sensibilidad y la imaginaci¨®n que ha de permitir a la literatura la absorci¨®n de los nuevos fen¨®menos de nuestra ¨¦poca. Sin la vitalidad de lo directamente percibido y de lo descarnadamente expresado sin ning¨²n tipo de ataduras, la literatura acostumbra a convertirse en un f¨®sil de s¨ª misma. El contrapunto de este juego, del que poco puede concretarse por la plena soberan¨ªa de cada escritor para jugarlo, es la herencia intelectual: el canon, si por tal entendemos el conjunto referencial determinante que nos ha aproximado al sentir y concebir literarios. Pero el canon (la herencia intelectual y nuestra educaci¨®n desde ella) europeo no es en ning¨²n modo la suma de c¨¢nones locales, sino un cauce que desborda los l¨ªmites pol¨ªticos e incluso idiom¨¢ticos. Nada sustituir¨¢ al ojo que observa a los transe¨²ntes de una calle de un suburbio de cualquier ciudad, y escribe sobre ello. Esta maestr¨ªa no puede ense?arse. S¨ª podemos aprender, sin embargo, que hay una constelaci¨®n humana m¨¢s decisiva para Europa que el Parlamento Europeo y que, por ejemplo, Goethe no es s¨®lo un escritor que naci¨® en Francfort hace 250 a?os, sino tambi¨¦n un compatriota nuestro y un contempor¨¢neo nuestro.
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