Pececitos
ESPIDO FREIRE Estas cosas les ocurren siempre a los otros: de modo que cuando me present¨¦ en el aeropuerto, en Madrid, no pod¨ªa imaginar lo que me esperaba. Amablemente me informaron de que el overbooking les hab¨ªa permitido vender mi pasaje a un se?or que se hab¨ªa mostrado m¨¢s espabilado y que hab¨ªa aparecido en el aeropuerto media hora antes. Ese hecho, agravado por el desastre de los Alpes, que sin saber muy bien c¨®mo, tambi¨¦n estaba relacionado, debe ser frecuente durante los fines de semana, de modo que los viajeros experimentados se dirigieron sin m¨¢s ceremonias a la cafeter¨ªa, mientras que los novatos segu¨ªamos como obedientes corderitos a la azafata que nos guiaba de un lado a otro a una velocidad insospechada en una chica tan bajita. Y yo, que tuve la brillante idea de escoger mis zapatos de tac¨®n m¨¢s alto para el trance que nos ocupa, supe en carne viva lo que se siente al ser objeto de la misericordia en los aeropuertos. Y el caso era que all¨ª hab¨ªa un se?or de Algorta, y un viajante que pasaba la semana en Madrid, y una se?ora cargada de maletas a la que su marido esperaba en Bilbao para la obligada visita al Guggy. Ya hartos, decidimos reclamar nuestro dinero; en ese momento record¨¦ que si se mete un pez en mercurio, el animalito muere: pero si lo que se sumerge es un banco, m¨¢s de la mitad sobrevive, de modo que como valientes salmones nos dirigimos a exigir el precio del pasaje. Entonces, poco a poco, el ambiente se distendi¨®. Comenzamos a bromear con la azafata -al fin y al cabo, tres horas de espera (?o ser¨ªan cuatro?) no eran para tanto-, recorrimos el aeropuerto en sentido inverso, cargados como n¨®madas con maletas y bultos que no nos permit¨ªan facturar. De un lado a otro corr¨ªan viajeros desesperados, que pretend¨ªan llegar a Valencia, y nosotros, pl¨¢cidamente asentados, les observ¨¢bamos con la misma cachaza que los viejos en los pueblos a los jovenzuelos imprudentes. Nuestra azafata aparec¨ªa de vez en cuando, e intentaba pasar desapercibida, harta ya de cambiarnos tarjetas de embarque y de atender a las mismas preguntas de clientes furibundos y despistados. Y era una pena, porque le salud¨¢bamos con la manita, y nos sent¨ªamos ya tan cercanos a ella que le hubi¨¦ramos invitado a pasar una semana a nuestra casa. Porque a esas alturas de la espera, nosotros ya sab¨ªamos qui¨¦n del grupo pose¨ªa una finquita en Getaria, y qui¨¦n un piso en la ciudad, y conoc¨ªamos la desviaci¨®n de columna del otro viajante, que nunca acarreaba equipaje, y a quien la se?ora, con una amabilidad insospechada, se ofreci¨® a ayudar; y ya todos me hab¨ªan reprendido moviendo la cabeza por la imprudencia de llevar tacones. En el fondo, esper¨¢bamos que de nuevo se retrasara el avi¨®n, para reunirnos alrededor de una mesa, en la cafeter¨ªa, y continuar charlando sin prisas. Sab¨ªamos, adem¨¢s, qui¨¦nes deb¨ªan embarcar antes: el viajante y yo, a quienes se nos agotaba el tiempo para llegar a otro transporte, y con entereza digna de campo de concentraci¨®n, el resto de nuestro grupito decidi¨® sacrificarse y permitirnos pasar delante. Pero cuando ya nos dirig¨ªamos hacia el bar nos dirigieron de pronto a una puerta de embarque (como siempre, a la m¨¢s lejana), y, mal que bien, subimos a bordo. Nos diseminaron entre la clase Bussiness, y nos repartieron bebidas gratis, y m¨¢s peri¨®dicos de los que podr¨ªamos sin duda leer en tres viajes. Se qued¨® Madrid chiquito, lejos en el camino al Norte, y cuando, una hora m¨¢s tarde, arribamos a Bilbao, ya todo hab¨ªa desaparecido. El fr¨ªo y la lluvia borr¨® el compa?erismo y las sonrisas, y al descender del avi¨®n las horas de complicidad pasadas en el aeropuerto parec¨ªan muy remotas. Y nosotros, que ¨¦ramos peces unidos por la ignorancia y los imprevistos de la fatalidad, nos alejamos unos de otros, nadando sobre el asfalto, dispuestos a ser engullidos por el individualismo y el mercurio.
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