Jard¨ªn ajeno
JUVENAL SOTO De ¨¦l conoc¨ª antes sus palabras prodigiosas, despu¨¦s pude entreverlo apenas por un par de fotograf¨ªas en las que mostraba deliberadamente aquel aspecto de viajero ingl¨¦s que le acompa?¨® siempre, tanto en sus dilatadas ausencias como en sus inmensos retornos. Amigo de Borges -?d¨®nde queda la lengua espa?ola sin ambos?-, compart¨ªa algunas de las enso?aciones del ciego y ciertas correr¨ªas entre faldas, cosas ¨¦stas que supe tras consultar lo escrito por unos cuantos bi¨®grafos deslumbrados. Al final de sus d¨ªas y de sus obras me dej¨® perplejo: ¨¦l, que no fue un escritor sino toda una literatura, public¨® con su nombre lo escrito por otros. De jardines ajenos es el t¨ªtulo que quiso regalar a cuantos apuntes tom¨® del pr¨®jimo quien durante los 84 a?os de su edad supo llamarse Adolfo Bioy Casares. "?Morir, querido doctor? Eso es lo ¨²ltimo que har¨¦", afirma, inmediatamente antes de expirar, Lord Palmerston, uno de los personajes que Bioy Casares tom¨® prestado de alguien. Sabedor de que todo concluye en la nada, este hombre perpetr¨® una fechor¨ªa que a ¨¦l s¨ª puede perdon¨¢rsele: situar junto a las joyas del opulento los harapos del pordiosero, y lucir ambas prendas con la decencia del delincuente que se condena a s¨ª mismo porque quiere de ese modo perdonar los delitos de sus jueces. Este acto de gracia infinita ser¨ªa De jardines ajenos. Por eso en sus p¨¢ginas pueden ser le¨ªdos el graffiti ara?ado en la pared de un retrete y la paparrucha proclamada por un soberano antes de subir al cadalso, la sentencia de un fil¨®sofo estoico y el bochorno de un pol¨ªtico aclamado. Da igual. El destino de todo lo escrito es ¨²nico: el pudridero. Bioy Casares supo explicarlo mejor haciendo suyo lo garabateado en el cemento por un Cervantes ocasional que cualquier d¨ªa alivi¨® su vientre en alguna letrina de Buenos Aires: "No solamente Dios no existe; busque, un s¨¢bado por la tarde, a un plomero". Entre lo obsceno y lo galante pas¨® sus d¨ªas con sus noches un narrador de historias -¨¦l- que pod¨ªa besar la pureza en las manos de Silvina Ocampo -quiz¨¢s el beso que esa mujer le negara a Borges lleva hoy el nombre de Mar¨ªa Kodama- y el pubis arrabalero de una guarrindonga romana. Su miseria y su fulgor tambi¨¦n fueron su elegancia al dej¨¢rselas escribir a otros: "Aunque en la cama ligero, / tuvieron un grande amor: / cuando ¨¦l se puso el sombrero, / ella enchuf¨® el vibrador". As¨ª es la historia de este argentino que ensay¨® clases de decadencia en Europa y que frecuentara el espa?ol con mejores modales que un Premio Nobel gallego. As¨ª Adolfo Bioy Casares ascendi¨® al olvido de los inmortales: sabi¨¦ndose ajeno en su casa de La Recoleta. Acomet¨ª la temeridad de conocerlo por sus palabras escritas y por un par de fotograf¨ªas suyas que me desvelaron el secreto del nudo de las corbatas. Si un d¨ªa, hace a?os, prefer¨ª el estruendo de The Rolling Stones a las baladas sabrosas de The Beatles, otro d¨ªa interminable am¨¦ m¨¢s el atenuado resplandor de Adolfo Bioy Casares que la oscuridad incendiada de Jorge Luis Borges. Si antes lo so?aba, ahora no me dejar¨¢ dormir.
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