Rinocerontes entre las encinas
El safari de Madrid naci¨® hace 26 a?os en Aldea del Fresno en medio del recelo y la expectaci¨®n vecinal
Nadie pod¨ªa convencer a los vecinos de Aldea del Freno de que la idea de ver a leones, tigres y dem¨¢s parientes sesteando bajo las encinas y pinares de El Rinc¨®n, una de las fincas de este pueblo madrile?o, no era una animalada. Corr¨ªa el a?o 72 y la opini¨®n vecinal era compartida por el Gobierno Civil de Madrid y hasta por la arrendataria de la finca, una t¨ªa carnal de Carlos Falc¨®, marqu¨¦s de Gri?¨®n, quien se hab¨ªa empe?ado en convertir la propiedad familiar en una peque?a r¨¦plica de ?frica. "Me cost¨® much¨ªsimo convencer a todos. Mi t¨ªa se mostraba reticente; al alcalde no le gustaba la idea y el Gobierno Civil nos calific¨® de actividad altamente nociva y peligrosa y no nos quer¨ªa dar los permisos", recuerda Falc¨®. Nunca se hab¨ªa visto nada igual, pero en apenas un a?o, la t¨ªa cedi¨® ante las dotes de convicci¨®n del sobrino, a la autoridad no le qued¨® m¨¢s remedio que regular una actividad que no tardar¨ªa en proliferar y el alcalde comprendi¨® que la reserva "iba a poner a Aldea en el mapa". As¨ª las cosas, el 30 de junio de 1973, los madrile?os pudieron ir de safari sin moverse de la meseta.El empe?o le hab¨ªa nacido al marqu¨¦s al leer en la prensa que Jimmy Chipperfield, un ingl¨¦s ligado al circo, hab¨ªa montado una reserva de leones en semi-libertad, en las cercan¨ªas de Bath (Reino Unido). "Supon¨ªa", relata, "invertir los t¨¦rminos del zool¨®gico y en lugar de enjaular a los animales, dejar las jaulas para la gente que normalmente se las merecen m¨¢s". El ¨¦xito de la idea anim¨® a Falc¨® a contactar primero y a asociarse despu¨¦s con Chipperfield y un a?o m¨¢s tarde, en junio del 73, abr¨ªa su safari junto al r¨ªo Perales. "La primera persona que traspas¨® la verja llevaba desde las cinco de la ma?ana esperando. Hubo fines de semana que entraron 3.000 veh¨ªculos, en su mayor¨ªa seiscientos, algo que jam¨¢s se ha vuelto a repetir", rememora. La cifra era enga?osa porque en la entrada del safari hab¨ªa tantos o m¨¢s coches que dentro. "Como cobr¨¢bamos por autom¨®vil, la gente aparcaba fuera y se met¨ªan siete u ocho personas en un seiscientos para pagar menos. Se llegaron a provocar atascos de hasta cinco horas en la carretera de Extremadura".
Era la cuarta reserva del pa¨ªs -unos meses antes hab¨ªan abierto las de Mallorca, El Vendrell y una m¨¢s peque?a junto al Escorial que no aguant¨® el tir¨®n-, y a su ¨¦xito contribuy¨® sin duda F¨¦lix Rodr¨ªguez de la Fuente, que ayud¨® a dise?ar el parque e inici¨® las demostraciones de rapaces. A sus 22 rinocerontes -que la convert¨ªan en la mayor concentraci¨®n del mundo-, se sumaban 80 leones y un sin n¨²mero de omn¨ªvoros, carn¨ªvoros y herb¨ªvoros, al cargo de casi un centenar de personas.
Alejandro Peinado, el empleado m¨¢s antiguo, lleg¨® hace 23 a?os. Hab¨ªa trabajado en una explotaci¨®n agropecuaria y en la construcci¨®n. De animales salvajes, ni idea. "La m¨¢xima experiencia que ten¨ªamos todos era con gallinas", afirma. "La inexperiencia era el gran problema, porque al ser un negocio muy nuevo hemos tenido que aprender a golpes", apostilla Manuel Tremi?o, un hombre que se inici¨® en el safari de Elche y que desde hace ocho a?os dirige el de Madrid.
Hoy ambos se conocen a todos los animales por su nombre. A muchos cuidadores les gusta perpetuarse en los bichos, como Julio, que dio su nombre a la cr¨ªa de rinoceronte que dormita pl¨¢cidamente en la orilla de la charca mientras su madre apenas saca el hocico del agua.
En sus vueltas diarias por el parque, Manuel y Alejandro son capaces de reconocer desde la ventanilla del jeep si un ant¨ªlope est¨¢ mustio o una cebra alica¨ªda. "Sabes c¨®mo est¨¢n por el color del pelo, o por la forma de andar. Y ¨¦se es el mejor detector de enfermedades. Una cebra o un ant¨ªlope nunca demuestran que est¨¢n enfermos hasta que no es terminal porque en su entorno natural estar enfermo es ser carne de le¨®n", dice Tremi?o. Cuando eso sucede, ambos aseguran vivir la angustia que sentir¨ªan si enfermara su perro. "Les quieres igual que a los animales de compa?¨ªa. Cuando naci¨® Madrile?o, una cr¨ªa de camello de apenas dos meses, no quer¨ªa mamar y nos turn¨¢bamos para sacarle los calostros a la madre, met¨¦rselos en el biber¨®n o arrimarle a la teta". Lo mismo pas¨® con Roc¨ªo, una jirafita que naci¨® con una articulaci¨®n malformada. Se convoc¨® entonces a todo un equipo de expertos, desde traumat¨®logo a anestesista, que no pudieron salvarle la vida. "Cuando muri¨® todos lloramos", recuerda Alejandro, que con el tiempo ha aprendido a dejar tranquilas a las fieras.
La mayor¨ªa de los animales llegan en primavera para darles tiempo a que se adapten. Todos provienen de la compra o intercambio entre reservas o zool¨®gicos. "Todas las especies han criado aqu¨ª, salvo los elefantes porque, adem¨¢s de que no hay macho, Paca y Antonia, las dos hembras, a sus 15 a?os son todav¨ªa unas adolescentes", explica Manuel.
Alimentarlas es un alarde de intendencia. Son 1.400 kilos de alfalfa, 300 de zanahorias, 300 de fruta, otros tantos de pan los que se reparten a diario por las 50 hect¨¢reas del parque, sin contar los 30 kilos de carne que se zampan los leones, las ratas que engullen las serpientes o los gusanos de harina y las cucarachas, manjares de las tar¨¢ntulas. A veces los visitantes ponen su granito de arena sin demasiado acierto. "La gente es imprudente. Por mucho que les proh¨ªbas bajar la ventanilla, nunca se resisten a darles manzanas a los osos", explica Carlos Falc¨®.
"La gente ve demasiada televisi¨®n y se piensan que el oso es el osito Yoggi", corrobora Manuel. Algunos, sobre todo las parejas, no pueden sustraerse a la tentaci¨®n de vivir sus particulares Memorias de ?frica. "Les ves", dice Alejandro, "que salen del coche y se hacen arrumacos frente a los leones porque se creen que est¨¢n drogados. ?C¨®mo vamos a drogarlos, con lo que cuesta!". Desconocen que el rey de la selva es perezoso y duerme 20 horas diarias. Todo lo contrario que la insomne jirafa que se da por satisfecha con apenas siete minutos al d¨ªa. ?sa es la diferencia, cuentan, entre ser un depredador y no serlo, entre no tener miedo y tenerlo.
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