Pecadores por justos
Verdaderamente son extra?as las cosas que nuestro Estado, un Estado te¨®ricamente laico y no confesional, est¨¢ dispuesto a hacer en relaci¨®n con una confesi¨®n religiosa como es la Iglesia cat¨®lica. Y de entre esas extra?as cosas, las que se refieren a la educaci¨®n son, a mi juicio, las que se llevan la palma. En primer lugar, acepta firmar un tratado internacional, el Concordato entre Espa?a y la Santa Sede, en el que un Estado extranjero condiciona una parte de la educaci¨®n de sus propios ciudadanos. Lo que hayan o no hayan de estudiar nuestros hijos, aunque s¨®lo sea en una peque?a parte, depende de negociaciones diplom¨¢ticas en las que el Estado que nos representa renuncia a su completa y total soberan¨ªa sobre lo que compone el curr¨ªculo de sus centros escolares, admitiendo as¨ª de manera impl¨ªcita, que otras instancias est¨¢n m¨¢s interesadas o tienen mejores razones para decidir en cuestiones de educaci¨®n. Y es que una cosa es que existan argumentos en favor de la ense?anza religiosa en un pa¨ªs de fuerte tradici¨®n cat¨®lica como el nuestro, o de que sea importante conocer las ra¨ªces religiosas de mucho de nuestro patrimonio cultural y social, y otra muy distinta que las razones de esa conveniencia escapen al normal debate educativo entre la comunidad escolar, el Parlamento y los responsables del Ministerio de Educaci¨®n, para convertirse en una norma que otro Estado impone y el nuestro acepta.Y no se crea que es exageraci¨®n lo que digo. La discusi¨®n acerca de d¨®nde deben cursarse esas ense?anzas y qui¨¦nes pueden impartirlas, sobre sus contenidos, o sobre su extensi¨®n a todos o s¨®lo a una parte de los escolares, afecta a la naturaleza de la ense?anza p¨²blica y merece un tratamiento sereno y racional. Lo que ocurre, seg¨²n me ha demostrado la experiencia en debates sobre la ense?anza religiosa en instituciones p¨²blicas, es que, en cuanto una de las partes no consigue convencer a la otra u opina que las cosas est¨¢n discurriendo por derroteros no deseados, alega sin el menor empacho que hay un tratado internacional, firmado por nuestro Estado, que obliga a actuar conforme a sus puntos de vista, d¨ªgase lo que se diga y raz¨®nese como se razone a prop¨®sito de esas actuaciones. La discusi¨®n puede ser ilustrativa, y hasta agradable, entre personas civilizadas, pero, en lo fundamental, resulta m¨¢s bien ociosa. Lo de la diplomacia no es, pues, una especie de circunstancia lateral ni una curiosidad, sino que resulta ser la ultima ratio en ciertos debates pedag¨®gicos.
Pero las cosas extra?as no acaban ah¨ª. La cesi¨®n de locales p¨²blicos para la educaci¨®n religiosa cat¨®lica supone una cierta contribuci¨®n a esa confesi¨®n concreta. Ser¨ªa mejor que este tipo de ense?anza se desligara por completo del ¨¢mbito de la escuela p¨²blica, pero no es mi intenci¨®n discutir esta pr¨¢ctica. Lo que pasa es que esa contribuci¨®n se complementa con el pago a profesores que no siguen los procedimientos de selecci¨®n y reclutamiento habituales en todas las otras disciplinas. El Estado acepta que esas ense?anzas, impartidas en sus centros, las desarrollen profesores designados por otros pero pagados con los mismos fondos p¨²blicos con los que se paga a los que s¨ª han sido seleccionados regularmente y responden ante ¨¦l de su trabajo. Otra ruptura m¨¢s de la norma habitual que no agota, sin embargo, el cat¨¢logo de extravagancias.
Aunque la dejaci¨®n de responsabilidades en el control de conocimientos, programas o aptitudes pedag¨®gicas de esos profesores me parece menos aceptable, algunos podr¨ªan pensar que no es demasiado grave al afectar ¨²nicamente a los alumnos que voluntariamente han escogido seguir la clase de religi¨®n. El problema es que la ense?anza religiosa, voluntariamente escogida por algunos, afecta tambi¨¦n a todos los dem¨¢s en lo que, a mi juicio, es el culmen de los desprop¨®sitos en este asunto. Y es que los obispos est¨¢n empe?ados en no dejar en paz a los ni?os que no deseen seguir la clase de religi¨®n. Parece como si pensaran que los atractivos de su disciplina no son suficientes para competir con la alternativa de volver a casa o jugar en el recreo. De ah¨ª la exigencia de programar ense?anzas alternativas obligatorias para todos los que no elijan la clase de religi¨®n. No parecen estar convencidos de su capacidad de persuasi¨®n ante la propia grey, y exigen que los dem¨¢s sean obligados a pagar alg¨²n precio; se pretende as¨ª que los que deciden voluntariamente recibir ense?anza religiosa no tengan la impresi¨®n de sufrir una carga que otros no tienen. No parece esta actitud del todo acorde con la continua reivindicaci¨®n de la capacidad de sacrificio de sus fieles, sobre todo si se observa que hay muchas otras ense?anzas no regladas, escogidas por las familias o por los propios escolares, que suponen un esfuerzo suplementario sin que se le ocurra a nadie exigir que a los otros, a los que han decidido que pod¨ªan prescindir de ellas, se les impida usar su tiempo como mejor deseen. Eso, y no otra cosa, es exactamente lo que ocurre con las llamadas ense?anzas sustitutivas de la clase de religi¨®n: un modo de impedir que los que no deseen acudir a ellas lo hagan impunemente.
Lo que ocurre es que, una vez aceptado ese principio, queda por dilucidar la naturaleza de las ense?anzas alternativas y de si deben ser evaluadas en la escuela o no, momento en que lo extra?o empieza a convertirse en francamente estrafalario. En efecto, se aduce con frecuencia que cosas como la ¨¦tica, la formaci¨®n c¨ªvica o la historia de las religiones podr¨ªan ser materias sustitutivas debido al inter¨¦s que tienen para la educaci¨®n integral de los futuros ciudadanos en una sociedad democr¨¢tica. No puedo estar m¨¢s de acuerdo; lo que pasa es que si eso es as¨ª, tambi¨¦n lo es para los ni?os que hayan escogido asistir a las clases de religi¨®n cat¨®lica. Si los responsables de dise?ar el curr¨ªculo escolar llegan a la conclusi¨®n de que una ense?anza determinada es imprescindible, sean cuales sean sus razones, entonces esa ense?anza debe pasar a formar parte del corpus de conocimientos exigibles a todos. Otras propuestas posibles son, en realidad, actividades recreativas; pueden ser formativas, pero no pueden tener el mismo status que cualquier otra asignatura, empezando por su obligatoriedad, que resulta por completo artificiosa, y terminando por la no menos forzada evaluaci¨®n que ahora se pide. Y es que la ense?anza de una religi¨®n determinada en un Estado laico es, por fuer-
za, algo suplementario, algo que se a?ade al conjunto de ense?anzas regladas comunes a todos los escolares; no puede ser parte del curr¨ªculo obligatorio ni puede implicar cambio alguno en los planes de quienes no deseen seguirla. El resultado de no querer reconocer esta sencilla circunstancia es la necesidad de imaginar alternativas que o bien son impropias de un programa escolar oficial o bien deber¨ªan formar parte del curr¨ªculo com¨²n y no ser un obligado suplemento para los otros. Los sucesivos Gobiernos no han mantenido, a mi juicio, la actitud a que les obliga su alta responsabilidad de conducir un Estado no confesional, separando con claridad la protecci¨®n de derechos y libertades religiosas de lo que son sus obligaciones en materia de ense?anza p¨²blica. Dicho sea entre par¨¦ntesis, en este tipo de debates existe siempre la tendencia a confundir la plena libertad para difundir y expresar cualquier creencia, que nadie pone en cuesti¨®n, con la utilizaci¨®n de los poderes p¨²blicos en el fomento de alguna de esas creencias, que es una cosa bien distinta sobre la que cabe opinar sin atentar en lo m¨¢s m¨ªnimo contra ese principio de libertad. Pues bien, seg¨²n se desprende del borrador de real decreto sobre actividades alternativas a la asignatura de religi¨®n, el actual Gobierno est¨¢ dispuesto a ir m¨¢s all¨¢ del ya discutible equilibrio al que se hab¨ªa llegado en los ¨²ltimos a?os, y doblegarse a las exigencias de los obispos en la imposici¨®n de cargas a quienes opten por no seguir sus doctrinas. Que los que se resistan pasen ex¨¢menes fuera de toda l¨®gica pedag¨®gica y sufran de alguna incomodidad a?adida. Ello, sin duda, confortar¨¢ doblemente a quienes decidan acudir a clase de religi¨®n: por los m¨¦ritos de lo que all¨ª aprendan y por la situaci¨®n en la quedan los otros.Sol¨ªa decirse que a veces pagan justos por pecadores. Lo que est¨¢ ocurriendo con esta desdichada cuesti¨®n de las ense?anzas alternativas es lo contrario. Pagan los pecadores, es decir, los que optan por una ense?anza laica, por los justos, que son los que, en uso de su lib¨¦rrima voluntad, han decidido cursar la ense?anza de la doctrina cat¨®lica.
Cayetano L¨®pez es catedr¨¢tico de F¨ªsica de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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