Luces
El poeta lleg¨® a su casa, cerr¨® la puerta como quien cierra una jornada insoportable y dej¨® que el silencio se apiadara de ¨¦l. Al encender la luz del recibidor, la paz tranquilizadora del pasillo se convirti¨® en una amiga sol¨ªcita, una antigua c¨®mplice capaz de entender su cansancio, de quitarle el abrigo y de llevarle una copa a la mesa de la biblioteca. Nada se agradece m¨¢s que el silencio, cuando unos versos rondan en la cabeza, imponiendo su secreta autoridad sobre los cinco sentidos corporales. Los ojos miran m¨¢s all¨¢ del vac¨ªo y los o¨ªdos cubren de niebla las voces que llegan de fuera, porque la intimidad dibuja una extra?a galer¨ªa de sonambulismo y ausencia. Despu¨¦s de encender la luz de la habitaci¨®n, y de reforzar la ambigua claridad privada con la l¨¢mpara de trabajo, el poeta abri¨® su cuaderno para copiar los versos que le hab¨ªan hecho un agujero en la cabeza durante toda la tarde, mientras soportaba las rosas secas de la oficina, las reuniones urgentes, los nervios del director y la cola interminable de la gasolinera. Las primeras palabras cayeron en la p¨¢gina como una piedra bien arrojada al mar, saltando sobre las olas y levantando cinco diminutas sugerencias de espuma. Pero enseguida el tiempo se petrific¨® y los ojos ausentes quedaron inm¨®viles ante una masa turbia, indescifrable, que llen¨® de algas y de arena el latido sordo de las sienes. El poeta fue a la cocina, se prepar¨® otro whisky y cruz¨® la casa para buscar en el trastero un viejo libro que tal vez pod¨ªa sacarlo de dudas. Las palabras nunca caen del cielo, necesitan un desv¨¢n en el que cargarse de sentido y de asombro. Al regresar a la mesa, preocupado por encontrar los versos que le interesaban, se olvid¨® completamente de los interruptores. Las luces del recibidor, el pasillo, la cocina, el trastero y la biblioteca estaban encendidas contra la oscuridad de un cielo lluvioso de primavera y contra la impotencia de un vocabulario espeso, calumniado por el deseo del poeta y por las p¨¢ginas sucias del cuaderno. El deshielo se produjo lentamente. Las ideas tantearon una m¨²sica, una humedad, un tiempo, y las manos del poeta fueron apretando el castillo de arena de su historia. Al filo de la cuarta estrofa, mientras intentaba que no se desmoronase una reflexi¨®n intermedia sobre la muerte, sinti¨® fr¨ªo, una extra?a mordedura de destemplanza y malestar dom¨¦stico, y se levant¨® para buscar una rebeca en el armario. La luz del dormitorio se qued¨® encendida como testimonio de los ¨²ltimos esfuerzos por resistir de manera abismada en el poema. Estaba negociando la paz de unas palabras en medio de los primeros signos de agotamiento, cuando estall¨® en el silencio la histeria del timbre, rodeada por un alboroto vertiginoso de voces y golpes en la puerta. ?Qu¨¦ pasa? No supo el poeta exactamente si abr¨ªa el pestillo de su casa o entraba en el torbellino de un sumidero con empujones, ¨®rdenes, fusiles y soldados. Vuelto contra la pared, los brazos en cruz y las piernas abiertas, oy¨® mientras lo cacheaban la acusaci¨®n de espionaje y colaboraci¨®n con el enemigo. Hab¨ªan saltado las alarmas, los bombarderos estaban a punto de llegar a la ciudad, y ¨¦l, incumpliendo las normas, encend¨ªa todas las luces para facilitar el blanco de los cuarteles cercanos.
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