La otra ciudad
Sacar un hijo adelante cuesta unos 10 a?os enteros de trabajo y desvelos, pero mantener el coche, a lo largo de la vida, puede resultar tanto o m¨¢s abnegado. A finales de los a?os sesenta, Ivan Illich escribi¨® un libro, Energ¨ªa y equidad, donde se reflejaban los despilfarros y contradicciones en el sistema occidental de transportes. Aparte de los da?os sobre el medio ambiente, en ruidos y contaminaci¨®n, aparte de su destrucci¨®n de medios naturales o su incidencia en el incremento de muertes, el coche se ha convertido en un voraz consumidor de nuestro tiempo de vida. Seg¨²n Ivan Illich, sumando al precio del coche el seguro, multas, reparaciones, estacionamientos, combustible, mantenimiento y horas perdidas en los embotellamientos, unos 11 a?os de nuestra esperanza de vida se destinan a sacar adelante la pervivencia de nuestro coche. ?C¨®mo no aprovechar, por tanto, esta jornada de auto-reflexi¨®n que ayer celebraron algunas localidades espa?olas para sopesar la necia magnanimidad de esta entrega?
Hoy nadie duda de que las ciudades que habitamos no soportan el incesante aumento de autom¨®viles. En la previsora Rep¨²blica Federal Alemana se supuso, hace cuatro d¨¦cadas, que el punto m¨¢ximo de congesti¨®n automovil¨ªstica ser¨ªa el de un veh¨ªculo por cada cinco personas. A comienzos de los noventa, aquella Alemania Occidental ha logrado una densidad de m¨¢s de un veh¨ªculo por cada dos personas. Adem¨¢s Suiza, Francia, Inglaterra o Italia consideran que han rebasado el grado de saturaci¨®n, y Espa?a sigue el mismo camino. Nadie puede esperar que el problema encuentre soluci¨®n abriendo nuevas avenidas, construyendo mayores autopistas, multiplicando las circunvalaciones, los pasos a distinto nivel o subterr¨¢neos. La extremosidad del crecimiento obliga a atajarlo y en Amsterdam, Rotterdam o Utrech se pagan ya alt¨ªsimas tarifas para poder circular por el centro metropolitano. Son las primeras medidas disuasivas de una cadena que en el siglo XXI cerrar¨¢ el paso al auto privado.
El coche ha procurado desahogos psicol¨®gicos, pero ahora estrangula, a¨ªsla y ataca los nervios. Podr¨ªan haberse paliado esos problemas con el transporte p¨²blico, pero la ciudadan¨ªa se aferra al volante con determinaci¨®n neur¨®tica. Y no precisamente para desplazarse a un lugar lejano, sino tan s¨®lo para acudir al trabajo o a una diversi¨®n pr¨®xima. El 96% de los viajes en coche son hoy, en Europa, de car¨¢cter local y una tercera parte de los desplazamientos diarios se produce en un radio de menos de tres kil¨®metros, la longitud ideal para ir a pie o en bici.
Por fortuna, la situaci¨®n se ha agravado tan deprisa en Espa?a que el proceso de reversi¨®n llegar¨¢ muy pronto. El a?o pr¨®ximo ser¨¢n m¨¢s del doble las localidades espa?olas que ensayen un d¨ªa sin autos. El mayor aprecio por el patrimonio de las ciudades, la cotizaci¨®n del ejercicio f¨ªsico, la conciencia ecol¨®gica, la aversi¨®n al atasco, la mejora de los transportes p¨²blicos, fomentan la expectativa de una vida menos ruidosa, abarrotada y opresiva.
El coche se integr¨® bien en la escala de las amplias urbanizaciones norteamericanas tras la segunda guerra mundial, pero se convirti¨® en un violento intruso sobre las angostas calles europeas. El coche en Estados Unidos es el n¨²mero uno de todos los transportes; incluso cuando se produjo el ¨²ltimo gran terremoto de Los ?ngeles, que hac¨ªa necesarios enormes rodeos para evitar puentes y autopistas destruidos, s¨®lo una peque?a proporci¨®n de viajeros cambiaron sus h¨¢bitos por el tren de cercan¨ªas. Pero ¨¦ste no ha de ser el caso de Europa, donde el metro es el transporte urbano significativo, ni tampoco el modelo del Tercer Mundo, donde lo primordial es el autob¨²s. Efectivamente no hay capacidad humana para imaginar una civilizaci¨®n sin coches, pero no hay ya felicidad urbana posible sin una radical alternativa al coche.
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