Formas de entrar en un milenio
Pensar es siempre un intento de entender el mundo tal como es y, a la vez, de manejarlo pragm¨¢ticamente aqu¨ª y ahora. Pensamos y buscamos la verdad; pero tambi¨¦n pensamos a partir de una situaci¨®n y un momento, que dan a nuestro pensamiento su direcci¨®n y su urgencia. ?C¨®mo definimos el momento actual? Tal vez como uno que las gentes situadas en la tradici¨®n occidental tendemos a ver, quiz¨¢ sin confesarlo, con una inmensa esperanza, aunque ¨¦sta tenga un contrapunto de inquietud, resultado, en parte, del recuerdo de un sigloXX desconcertante.
El momento parece prometedor. Es un lugar com¨²n que vivimos en una econom¨ªa bastante globalizada, cuyo horizonte desborda las fronteras nacionales y que depende de flujos de capital y de informaci¨®n que se mueven a escala planetaria. Hay una difusi¨®n creciente (aunque no sin resistencias y desviaciones) de instituciones pol¨ªticas y socioculturales que proceden de la misma matriz hist¨®rica que las econom¨ªas de mercado; de aqu¨ª la afinidad entre las reglas de juego y los valores propios de estas econom¨ªas, por un lado, y las reglas y los valores de las democracias liberales, por otro. Pero se olvida que hay mucho m¨¢s en juego. Hoy tenemos, como no se ten¨ªa en el siglo XIX, en el que hubo tambi¨¦n un notable impulso a la globalizaci¨®n de la econom¨ªa, la sensaci¨®n de que los destinos de las diferentes partes del planeta est¨¢n imbricados de manera muy profunda.
Vivimos hoy los pueblos del planeta juntos y en un pie de relativa igualdad, de un modo que antes, en las ¨¦pocas de la expansi¨®n imperial de occidente, no hubiera sido concebible. El mundo occidental ha reducido el nivel de su soberbia, a pesar de su superioridad cient¨ªfica, t¨¦cnica y econ¨®mica, y en ello han desempe?ado un papel las experiencias de las dos guerras mundiales y de la guerra fr¨ªa. ?stas nos han colocado en un nuevo nivel de auto-entendimiento: el de quienes saben que existe la posibilidad de que la especie humana se destruya, porque se saben capaces de destruirla. No se trata de que vaya a ocurrir; sino de que no es impensable que ocurra, por la v¨ªa r¨¢pida del uso "irracional" de sus medios de destrucci¨®n (tal vez, a partir de una escalada de conflictos fuera de control), o por la v¨ªa lenta de la degradaci¨®n de las condiciones de la tierra.
Nuestro momento es, por tanto, el de una situaci¨®n l¨ªmite. Su doble posibilidad es la de una promesa o una cat¨¢strofe. Por eso las apelaciones a un "fin de siglo" y un "fin de milenio" evocan sentimientos contradictorios.
La perspectiva del "fin de siglo" vuelve melanc¨®licos a los europeos. Muchos recuerdan el fin de siglo anterior como un espejismo. Parec¨ªa anunciar una ¨¦poca dorada, una belle ¨¦poque de tolerancia, orden social, progreso econ¨®mico y creatividad art¨ªstica y cient¨ªfica. Pero revel¨® ser un sue?o del que las gentes despertaron con una sucesi¨®n de dramas y convulsiones: la gran guerra y los totalitarismos de uno y otro signo. Tal vez esto nos hace ahora m¨¢s precavidos a la hora de sacar las consecuencias del aparente final de esas pesadillas. S¨ª, estamos ahora disfrutando de la victoria de un orden de libertad contra la experiencia totalitaria (en occidente). Pero escudri?amos el cielo, vigilamos las nubes y, conscientes del pasado, creemos prudente aprovechar cualquier indicio de un retorno de la barbarie (tan reciente y tan pr¨®xima) para enturbiar cualquier autocomplacencia.
A su vez, el fin del milenio cronol¨®gico parece evocar, aprovechando la equivocidad de los t¨¦rminos, ilusiones y enso?aciones extra?amente optimistas. Algo as¨ª como la realizaci¨®n de una especie de milenio al modo de la escatolog¨ªa tradicional. Para nuestras conciencias, imbuidas de una cultura cristiana de mucho tiempo y de profundo arraigo (y algo olvidadizas de los detalles de su historia) se trata casi del equivalente de la realizaci¨®n del reino de Dios sobre la tierra.
?Es posible que, a estas alturas, resuenen todav¨ªa en nosotros los ecos del milenarismo medieval, y de su impulso prof¨¦tico y escatol¨®gico? S¨ª. Basta con recordar que la sociedad protagonista de nuestra ¨¦poca, la de los Estados Unidos, est¨¢ construida sobre la base de una combinaci¨®n de creencias y de sentimientos pol¨ªticos que la definen, a sus propios ojos, como una city upon the hill, es decir, como una sociedad ejemplar, basada en la premisa de que es posible construir una civitas terrestris que realice la justicia sobre la tierra en la forma de un orden de libertad para todos. De modo que la actuaci¨®n de sus autoridades p¨²blicas, los t¨¦rminos de sus debates pol¨ªticos y, al final, el contenido de sus pol¨ªticas p¨²blicas podr¨¢n ser vistas desde fuera como simplemente auto-interesadas, pero, vistas desde dentro, tienen que adaptarse a un discurso de justificaci¨®n planteado en los t¨¦rminos de una moral p¨²blica universalista, aunque siempre en dificil coexistencia con justificaciones en t¨¦rminos de intereses geopol¨ªticos y econ¨®micos.
En definitiva, la clave de esa mezcla nuestra de grandes esperanzas y de zozobra, en este momento, est¨¢ en la conciencia de la posibilidad de la llegada inminente de un orden de libertad a escala planetaria, y de las incertidumbres asociadas a ello y las tribulaciones que pueden venir despu¨¦s.
Por eso parece una (apropiada) iron¨ªa de la historia que en esta tesitura, cuando los europeos nos acercamos al comienzo del nuevo milenio, nos encontremos, inesperadamente, en una situaci¨®n de guerra, como nos est¨¢ sucediendo en Yugoslavia, absortos, decididos y al tiempo dudosos, esperanzados e inquietos.
No es esta guerra un detalle contingente o un incidente del camino. Nos pone a prueba, y nos revela qui¨¦nes somos y d¨®nde estamos en el momento justo. De paso, nos coloca en la situaci¨®n inc¨®moda (habitual) de los norteamericanos, porque nos enfrenta al reto de hacer compatibles la moral humanista y universal con los intereses geopol¨ªticos en la dura escuela de la realidad, cuando lo que se pone en juego no son frases sino vidas humanas.
La tarea de impedir la limpieza ¨¦tnica y poner coto a nacionalismos excluyentes, de intervenir, pacificar y reconstruir (y no s¨®lo en Yugoslavia) nos va a llevar a los europeos por lo menos una generaci¨®n y una suma ingente de recursos. ?sta es la tarea que hemos decidido, estamos llevando a cabo, de la que somos responsables y por la que vamos a asumir un riesgo y a pagar un precio, teniendo s¨®lo a medias claro cu¨¢l pueda ser el beneficio. M¨¢s vale que, de hacerlo, lo hagamos todo con los ojos abiertos. M¨¢s vale que nos hagamos a la idea de que ¨¦sa va a ser, en buena medida, nuestra forma de entrar en el milenio.
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