?tica sin alternativa
El debate sobre la asignatura de religi¨®n en la ense?anza no universitaria ha venido poniendo sobre el tapete de forma recurrente la conveniencia de impartir una asignatura alternativa, evaluable o no, en cualquier caso no computable a efectos de becas y selectividad. El disparo de salida para este debate, hoy de plena actualidad, se dio ya en los primeros a?os de la transici¨®n democr¨¢tica, cuando Espa?a dejaba de ser un pa¨ªs confesional y se planteaba la pregunta de rigor sobre la ense?anza de la religi¨®n en centros p¨²blicos de ense?anza primaria y media. Ya entonces, un buen n¨²mero de voces se alz¨® proponiendo la ¨¦tica como alternativa a la religi¨®n y, en efecto, como tal hizo su entrada la ¨¦tica en los planes de estudio. Que se hac¨ªa en otros pa¨ªses m¨¢s civilizados que el nuestro, dec¨ªan, con esa contumaz renuencia a reconocer que el mal de muchos es, simplemente, epidemia.As¨ª es, desgraciadamente, en demasiadas ocasiones el juego de la pol¨ªtica, m¨¢s preocupado por el tira y afloja, por las presiones, las negociaciones y las componendas, por copiar lo que otros hacen que por el bien de la cosa p¨²blica; presto a desnaturalizar la realidad con tal de poner fin a un conflicto. S¨®lo que a veces, demasiadas, la presunta soluci¨®n, por inadecuada, es la fuente de conflictos nuevos que, llegado un momento, parecen no tener final. ?ste ser¨ªa el caso, sin duda ninguna, si para resolver el problema de la ense?anza de la religi¨®n se propusiera de nuevo como alternativa la ¨¦tica.
Y no s¨®lo porque asociaciones civiles y pol¨ªticas de distinto signo mostrar¨ªan de inmediato su disconformidad, que evidentemente lo har¨ªan, sino por la cosa misma: porque la ¨¦tica no es una alternativa a la religi¨®n ni a ninguna otra materia, ni en la docencia, ni mucho menos en el sentido que tiene para la vida cotidiana de las sociedades pluralistas, y desvirtuar este sentido ya desde la educaci¨®n es un crimen de lesa humanidad. Justamente compartir unos valores ¨¦ticos permite a los ciudadanos de una sociedad democr¨¢tica, en muy buena medida, construir su vida juntos, a pesar de sus diferencias en las opciones y proyectos vitales, o precisamente desde ellos.
Bien se mostr¨® ya en la transici¨®n a la democracia, que empez¨® en realidad mucho antes de 1977. Y no s¨®lo cuando l¨ªderes de distintos partidos pol¨ªticos y asociaciones civiles entablaron di¨¢logos para enfrentar serenamente el cambio de r¨¦gimen, sino sobre todo cuando los ciudadanos fueron cambiando su mentalidad, su forma de apreciar unos valores u otros en esa bolsa de los valores ¨¦ticos, que sufre cambios como la de los valores financieros; cuando, m¨¢s all¨¢ de posiciones fundamentalistas y dogm¨¢ticas, un creciente n¨²mero de espa?oles fue prefiriendo la sociedad abierta a la sociedad cerrada.
Suele entenderse, y as¨ª lo recogen numerosas publicaciones y documentales, que la transici¨®n espa?ola fue eminentemente pol¨ªtica, como si un cambio en las formas de gobierno fuera s¨®lo cosa de negociaciones entre agentes pol¨ªticos, como si no viniera tambi¨¦n facultado por una variaci¨®n en las formas de vida, en la manera en que la poblaci¨®n percibe los valores. No est¨¢, pues, de m¨¢s recordar a fines del siglo XX que la transici¨®n espa?ola hacia la democracia no fue s¨®lo pol¨ªtica, sino muy especialmente una transici¨®n axiol¨®gica, que un cambio en la forma de apreciar los valores por parte de los ciudadanos sent¨® las bases para una transformaci¨®n sin traumas.
Ocurri¨® entonces que, en la cotizaci¨®n de los valores, unos subieron y otros bajaron, y ¨¦sa fue una mejor garant¨ªa para el fracaso de cualquier golpe de Estado que misiles o divisiones acorazadas. La seguridad, aprendemos de nuevo tristemente en Kosovo, no es tanto cosa de fortaleza b¨¦lica como de cohesi¨®n ¨¦tica. Un pueblo convencido de que cada ser humano es un fin en s¨ª mismo, que no puede ser tratado como un simple medio, sit¨²a en un lugar muy secundario el aprecio a la etnia, a la diferencia cultural o ideol¨®gica, a las heridas hist¨®ricas, no digamos la estupidez del Rh o la medida de los cr¨¢neos. Pero, de igual modo, pueblos convencidos de que el hombre -mujer/ var¨®n- es sagrado para el hombre est¨¢n incondicionadamente dispuestos a prestar ayuda a deportados y refugiados y s¨®lo deliberan ya sobre los mejores medios.
En este orden de cosas es en el que una antigua tradici¨®n filos¨®fica de Occidente, hoy totalmente vigorosa, ha venido distinguiendo en cada ser humano dos dimensiones, la de la persona en su conjunto y esa dimensi¨®n de ciudadan¨ªa que es com¨²n a cuantos conviven en la misma comunidad pol¨ªtica, asignando a cada una de ellas una meta diferente. La meta ¨²ltima de una persona no es sino la felicidad, a la que aspira, con ¨¦xito o sin ¨¦l, a trav¨¦s de distintos proyectos personales y grupales; la meta del ciudadano, la que persiguen conjuntamente los miembros de una comunidad pol¨ªtica, es la justicia, como hace ya al menos dos siglos defendi¨® Kant frente a Hobbes. Por eso, una ¨¦tica c¨ªvica, una ¨¦tica compartida por los ciudadanos de una sociedad democr¨¢tica, es una ¨¦tica de la justicia, conformada por esos valores sin los cuales una sociedad mal puede ser democr¨¢tica.
Y no puede serlo porque las sociedades democr¨¢ticas precisan para constituirse y mantenerse no s¨®lo convenciones y pactos estrat¨¦gicos, sino sobre todo, convicciones profundas, arraigadas en la poblaci¨®n. La convicci¨®n, hecha carne en la vida cotidiana, de que la libertad es muy superior a la esclavitud y al vasallaje; la igualdad, a la desigualdad engendradora de discriminaciones negativas; la solidaridad, al ego¨ªsmo; el respeto activo, a la intolerancia. La convicci¨®n asimismo de que el di¨¢logo sereno y argumentado es el mejor medio para resolver las discrepancias, siempre que no se celebre sobre el trasfondo miserable del chantaje de los violentos.
Que una sociedad sea democr¨¢tica no significa que ande ayuna de convicciones ¨¦ticas, sino todo lo contrario, las precisa para crearse y potenciarse, siempre que se trate de convicciones racionales, dispuestas a sacar a la luz argumentos en cuanto sea necesario, no a imponerse de forma dogm¨¢tica o autoritaria. Por eso, en Hasta un pueblo de demonios (Taurus, 1998) suger¨ª, tomando prestada la expresi¨®n a Kant, que "hasta un pueblo de demonios", de seres sin sensibilidad moral, querr¨ªa una ¨¦tica c¨ªvica para vivir en paz, con tal de que fueran inteligentes. Tanto m¨¢s un pueblo de personas, dotadas de sensibilidad moral, que ver¨ªan la necesidad de transmitir esos valores a sus hijos a trav¨¦s de la educaci¨®n.
Evidentemente, impartir asignaturas de ¨¦tica en la ense?anza primaria y secundaria no garantiza que los futuros ciudadanos vayan a preferir la libertad al servilismo, la igualdad a la explotaci¨®n, el respeto al exterminio. Pero exactamente lo mismo sucede con los idiomas, la lengua o las matem¨¢ticas, que impartirlas no garantiza ¨¦xito alguno para el futuro y, sin embargo, siguen las sociedades convencidas de que merece la pena hacerlo. Y es que, a fin de cuentas, cuando una sociedad dise?a el curr¨ªculum escolar, no est¨¢ haciendo s¨®lo una apuesta de futuro, sino un autorretrato: incluye en el cuadro lo que m¨¢s aprecia, aquel bagaje sin el que la vida le parece dif¨ªcilmente humana. En el boceto de una sociedad democr¨¢tica no pueden estar ausentes los valores que la hacen posible: los querr¨ªa hasta un pueblo de demonios con tal de que fueran avisados, tanto m¨¢s un pueblo de personas con sentido de la justicia.
Sea cual fuere, pues, la soluci¨®n para el problema de la asignatura de religi¨®n, importa recordar que la ¨¦tica no es un mero comod¨ªn utilizable para resolver conflictos, sino una necesidad ineludible en cualquier sociedad democr¨¢tica: ineludible y sin alternativas.
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