?ltimo cartucho
J. M CABALLERO BONALD Cuando me vengo de Madrid a Montijo -un lugar que cae frente a la orilla atl¨¢ntica de Do?ana- procuro hacer todo lo posible para avanzar en el trabajo literario en que ando metido. O en que trato de andar metido. Es lo que suelo prever por estas fechas desde hace bastante a?os y lo que s¨®lo algunas veces logro cumplir. No es que est¨¦ todo el tiempo pensando en que, una vez instalado en esta casa, voy a dedicarme a escribir en r¨¦gimen de dedicaci¨®n exclusiva -cosa para la que no estoy preparado ni maldita la gracia que me har¨ªa-, sino que siempre se me antoj¨® esa posibilidad como un alentador punto de partida veraniego. Ya he reiterado m¨¢s de una vez que yo soy un escritor intermitente, de ocupaci¨®n discontinua, y que por tanto no me parece ninguna mala elecci¨®n, sino todo lo contrario, eso que los pedagogos cursis han dado en llamar segmento de ocio. Tambi¨¦n ahora, como tantas otras veces, he tropezado con algunas condiciones adversas. Me refiero, sobre todo, a los ruidos. Es posible que se trate de una excusa, aunque tampoco sabr¨ªa demostrar que no lo es. La zona en que vivo cae un poco a trasmano de cualquier actividad social, pero no por eso carece de incidentes sumamente ruidosos. Seg¨²n su natural procedencia, esos sonidos pueden dividirse en varios apartados, a saber: del reino animal -perros, gallos, torcazas, grillos, p¨¢jaros en general-, de motores -coches, aviones, barcos, m¨¢quinas cortac¨¦sped-, de ni?os asilvestrados, de regocijos dom¨¦sticos y de vientos y oleajes. Dentro de esa amalgama ac¨²stica, algunos ruidos me parecen muy amenos, otros me molestan casi siempre y dos de ellos han llegado a afectarme de manera incorregible: el zureo de las torcazas y el estruendo de un coche provisto de m¨²sica. Imposible sustraerme a la llegada o a la proximidad de la llegada de esos ruidos. La voz de la paloma torcaz, entre lasciva y l¨²gubre, ha acabado convirti¨¦ndose en un asunto de veraz intolerable, no por el gemido en s¨ª sino por la frecuencia de su emisi¨®n a rachas consecutivas de medio minuto. Hay dos o tres de esas torcazas que se han debido de mudar del Coto a mi jard¨ªn, y no m¨¢s amanece el d¨ªa empieza el concierto. He ideado toda clase de alevosas tretas para espantarlas, pero sin ning¨²n ¨¦xito. Todav¨ªa tengo que quemar un ¨²ltimo cartucho. En cuanto al negociado de los motores, mi infortunio se inicia entre las siete y las siete y media de la ma?ana casi todos los d¨ªas laborables. Unas cuatro horas despu¨¦s de haberme acostado, un joven sale de una casa cercana a la m¨ªa, enciende el motor de su coche y, con el motor, se enciende tambi¨¦n una m¨²sica de la peor cala?a, una ristra hedionda de retumbos que baja a la playa, sube hasta las huertas y envilece el nuevo d¨ªa con la m¨¢s infame de las charangas. De modo que entre eso y la maldita tabarra de las torcazas, ando acumulando un sue?o atrasado realmente peligroso. La otra tarde me person¨¦ en casa de ese joven y le indiqu¨¦ lo excesivo del volumen de su m¨²sica, sobre todo a hora tan desaconsejable y con periodicidad tan inadecuada. El joven debi¨® de pensar que se las estaba jugando con un viejo lun¨¢tico, porque su ¨²nica contestaci¨®n fue un vago gesto de aquiescencia. O sea, que tambi¨¦n me estoy preparando en este caso para quemar el ¨²ltimo cartucho. Ya se sabr¨¢.
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