Con toda normalidad
A poco que se piense en la situaci¨®n creada en el Parlamento de Navarra por la presencia de un culpable de asesinato, se comprender¨¢ que una circunstancia de esta naturaleza s¨®lo es posible si el delincuente es a la vez nacionalista. No que nacionalismo y delincuencia vayan siempre de la mano (aunque en este siglo los cr¨ªmenes m¨¢s horrendos han sido los cometidos en nombre de la naci¨®n), sino que resultar¨ªa imposible elegir a un asesino como diputado si no fuera nacionalista: s¨®lo el fanatismo nacional puede extraviar de tal modo las conciencias como para inducir a varios miles de personas a sentirse representados por un convicto de asesinato. S¨®lo el nacionalismo disfruta de ese plus de legitimidad: cualquier partido no nacionalista que, en nombre de alguna utop¨ªa no menos elevada que la naci¨®n ¨¦tnica, presentara asesinos en sus listas cosechar¨ªa la repulsa general. S¨®lo los nacionalistas gozan a los ojos de un sector de ciudadanos de legitimidad para hacerlo; s¨®lo entre nacionalistas podr¨¢ encontrar un eco favorable el argumento expresado por el portavoz de EH, Fernando Barrena, cuando nos dice que tenemos que aceptar la presencia de Jos¨¦ Luis Barrios "con toda normalidad" porque eso "entra en la legalidad". Jugador de ventaja, el nacionalista utiliza la legalidad cuando sirve a su causa mientras la vulnera con fr¨ªo cinismo cuando dispara a la cabeza de una persona por ser concejal de un partido con el que ahora aspira a sentarse en el Parlamento.
Demasiado tiempo han disfrutado los nacionalistas de ese plus de legitimidad derivado del mito de la naci¨®n truncada: naciones desde la noche de los tiempos, s¨®lo el cruce de otra naci¨®n, la espa?ola, les habr¨ªa impedido alcanzar aquella situaci¨®n a la que toda naci¨®n ¨¦tnica aspira, la soberan¨ªa. Tanto tiempo llevamos escuchando que la soberan¨ªa nacional es el valor supremo al que todo debe sacrificarse que, al final, el desarme moral de quienes no son nacionalistas pasa por ser la m¨¢s elegante disposici¨®n de esp¨ªritu ante exigencias basadas en tal mitolog¨ªa. Las muestras m¨¢s palmarias de ese estado de ¨¢nimo consisten estos d¨ªas en afirmar que los hechos pol¨ªticos no pueden juzgarse con criterios morales y que constituye una grandeza de la democracia ver c¨®mo se sienta un asesino entre los representantes elegidos por los ciudadanos.
Nada hay peor que los latiguillos para enfrentarse a la naturaleza de los fen¨®menos pol¨ªticos. Pues claro que es un hecho pol¨ªtico esa elecci¨®n, pero los hechos pol¨ªticos no son datos de la naturaleza sino construcciones de la voluntad; no est¨¢n ah¨ª, sino que se fabrican. Y es una dejaci¨®n pol¨ªtica, y tambi¨¦n moral, connotarlos de fatalidad. No era inevitable que Barrios matara a sus v¨ªctimas; no lo era que EH lo haya incluido en sus listas; tampoco que unos electores se hagan c¨®mplices de sus cr¨ªmenes eligi¨¦ndolo como representante. Nada de eso es un hecho en el sentido en que lo es un terremoto; son hechos construidos y por tanto morales a la par que pol¨ªticos, a los que ¨²nicamente se podr¨¢ oponer otro hecho moral que es a la vez culminaci¨®n y garant¨ªa de la existencia de una comunidad pol¨ªtica: el cumplimiento de la ley.
Pero en el cumplimiento de la ley no se podr¨¢ ver en este caso ninguna grandeza de la democracia, sino una de sus m¨¢s penosas y extremas servidumbres o quiz¨¢ un fallo del legislador. Ponerse a cantar la presunta grandeza de la democracia al ver c¨®mo este hombre adquiere la condici¨®n de diputado significa trivializar la muerte, banalizar la memoria de las v¨ªctimas. Grandeza de la democracia ser¨¢ cuando la organizaci¨®n que alent¨® el mito del triunfo por la muerte reconozca que no hay m¨¢s camino que el cumplimiento de la ley, de toda la ley, para alcanzar sus objetivos y cuando, como resultado, deje de intimidar a la gente y pida perd¨®n a sus v¨ªctimas. Mientras esto no ocurra, que un asesino convicto adquiera la condici¨®n de diputado no es nada normal; es sencillamente una aberraci¨®n.
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