Elogio del pesimismo XAVIER BRU DE SALA
A caballo de su l¨²cido pesimismo, Alain Minc dio una conferencia en Barcelona, har¨¢ tres o cuatro a?os, en la que, entre otras calamidades, presagiaba una inminente ruptura entre Francia y Alemania y una situaci¨®n de Espa?a en la que cualquiera pod¨ªa tomarse la independencia por su mano. Han pasado s¨®lo cinco a?os desde su c¨¦lebre Retorno a la Edad Media y el caos general est¨¢ hoy m¨¢s lejos que cuando Minc lo predijo. Las teor¨ªas del choque entre civilizaciones del profesor Samuel Huntington han dado la vuelta al mundo a pesar de que no van a cumplirse. Occidente no hablar¨ªa de Spengler si se hubieran verificado sus tesis sobre la inevitable decadencia de las culturas. Casandra profetiz¨® la ca¨ªda de Troya, pero no le hicieron caso. Los modernos cultivadores del pesimismo sistem¨¢tico, en cambio, obtienen un gran predicamento aunque sus profec¨ªas no vayan a cumplirse. ?Por qu¨¦? Porque este tipo de previsiones se ubican en el terreno de la utop¨ªa, con una ¨²nica diferencia: las utop¨ªas habituales son ascendentes y las producidas por el pensamiento catastrofista son descendentes. Al t¨¦rmino de las primeras, se llegar¨ªa al cielo, mientras que las segundas conducen al infierno, aunque tanto unas como otras sirven de est¨ªmulo para recorrer, o evitar recorrer, un trecho variable en la direcci¨®n que se?alan. Pues bien, las sociedades humanas necesitan incluso m¨¢s las utop¨ªas descendentes que las otras, por eso prestan tanta atenci¨®n a sus autores. Las ventajas del pesimismo catastr¨®fico son obvias. En primer lugar, no se sabe de ninguna debacle originada o favorecida por la manifestaci¨®n de una utop¨ªa descendente, mientras que el sufrimiento que arrastran las ascendentes es capaz de horripilar al mayor de los catastrofistas. En segundo lugar, porque evitar sendas equivocadas es m¨¢s sencillo que acumular la sarta de aciertos necesarios antes de acercarse a una situaci¨®n que pueda calificarse de ¨®ptima. Para que una utop¨ªa descendente llegara a cumplirse, se necesitar¨ªa un improbable c¨²mulo de desgracias y errores encadenados. Y al contrario, basta introducir algunas correcciones para burlarla. Los confeccionadores de utop¨ªas positivas y negativas se sit¨²an en los extremos de la l¨ªnea divisoria entre optimistas y pesimistas. Una frontera que separa a los buenos, a los que creen en el futuro, el progreso y el tes¨®n, de los pesimistas, considerados, sin raz¨®n, un verdadero c¨¢ncer para la sociedad. El optimista tiende a contemplar el lado mejor de las cosas, lo que suele impedirle advertir a tiempo las posibles desgracias. Puede que haya dos tipos b¨¢sicos de optimistas, los positivos biol¨®gicos, que parecen ser mayor¨ªa, y los que sacan ventaja d¨¢ndoles coba (en primer lugar, los pol¨ªticos; luego, los profesionales de la ense?anza y la salud, los publicistas, etc¨¦tera). A pesar de su ceguera cong¨¦nita, que le impedir¨¢ ver un hoyo o un abismo hasta resbalar en ¨¦l, el optimista tiene una fama extraordinaria. Optimista es quien antes se levanta. El optimista conf¨ªa. Sin ser optimista no se puede ser de izquierdas. El pesimista, en cambio, parece ser el causante de las desgracias del mundo, cuando en realidad es quien intenta evitarlas. Nada importa que el principal libro de referencia en estas cuestiones, la Biblia, rebose de pesimistas que pregonan toda suerte de penalidades y reclaman sever¨ªsimos castigos del cielo. De este modo baqueteados por sus jefes, ah¨ª est¨¢n los hebreos, mientras que todos sus poderosos y optimistas contempor¨¢neos llevan 15 o 20 siglos sin sobrevivir m¨¢s que en el recuerdo. Es cierto que el pesimismo moderno es m¨¢s desesperanzado y tiende al nihilismo. Pero tambi¨¦n lo es que, curados de su inoperancia por el voluntarioso S¨ªsifo de Camus, los pesimistas tienen menos dificultades que nadie para detectar peligros. Muchos de ellos est¨¢n imbuidos de un voluntarismo y una capacidad de reacci¨®n que podr¨ªa confundirse con la de los optimistas. El pesimista siempre ha tendido m¨¢s a la lucidez, a la exactitud del diagn¨®stico, que el optimista. Si adem¨¢s reacciona, propone soluciones y es capaz de hacer algo para ayudar a ponerlas en pr¨¢ctica, la sociedad sacar¨¢ bastante m¨¢s provecho de su contribuci¨®n que de la de todos los optimistas reunidos. Y aunque no siempre fuera as¨ª, encontrar un pesimista a tiempo suele ser una gran suerte. Estados Unidos es un pa¨ªs de optimistas y M¨¦xico de pesimistas, puede contraargumentarse. Y es verdad, volviendo a Spengler, que el impulso constructor del optimismo colectivo suele generar una sobrecarga de energ¨ªa, pero cuando tiende a concluir, e incluso en plena efervescencia, el aviso del pesimista vuelve a ser imprescindible. En la actual coyuntura, el optimismo espa?ol en su reencuentro con la Europa de la prosperidad da dividendos innegables en forma de crecimiento. Pero como est¨¢n prohibidas las especulaciones sobre el pr¨®ximo ciclo de ralentizaci¨®n, las consecuencias negativas ser¨¢n peores. Acabando en casa, si Espa?a precisa creer que va bien, Catalu?a y Barcelona necesitan lo contrario. Conoc¨ª a un grupo de profesores de econom¨ªa de la Aut¨®noma que me contaron, algo cabizbajos, que la Generalitat les acusa de predicar el pesimismo. Su retrato de Catalu?a es preocupante porque es certero, pero no es de buen tono hablar de ¨¦l. Sin una enorme dosis de pesimismo, acompa?ado del consiguiente reactivo, seguiremos perdiendo trenes y oportunidades mientras nos obligamos a pensar que vamos por la mejor de las autopistas. Para encaminarnos hacia ellas, lo segundo que hay que hacer es denunciar, por fraudulentos, a los optimistas que imponen su ley en provecho propio. Lo primero, convocar a los pesimistas, escucharles y tomar nota de sus se?ales de peligro.
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