El aliso
Cuando el tren lleg¨® a la aldea de Brazares hubo fiesta. El tramo ferroviario se iba ampliando con mucha dificultad porque la orograf¨ªa del Valle era complicada y, adem¨¢s, coincid¨ªan muchos intereses contrapuestos derivados del largo pleito de las Compa?¨ªas del ferrocarril y la mina, que se hab¨ªan escindido y vuelto a fusionar m¨¢s de una vez. El tren minero iba a compaginar su recorrido con el transporte de viajeros cuando alcanzara la cabecera de Brazares. Iba a convertirse en un mixto que al menos en algunos viajes permitir¨ªa ir y venir a la gente de las aldeas del Valle, frustradas por el destino de aquellos largos convoyes sucios y grasientos en los que ni siquiera los fogoneros parec¨ªan personas. A veces alg¨²n privilegiado pod¨ªa subirse a la m¨¢quina, hacer los kil¨®metros por las estaciones esparcidas sin cuidado y como poco echar a perder todo lo que llevara puesto. Carb¨®n y pasajeros, era lo que llevaban pidiendo en la cuenca desde hac¨ªa mucho tiempo: el humo de las santaf¨¦s y un estruendo de progreso por donde el silencio ol¨ªa a pobreza. De los primeros en apearse en Brazares, tras el viaje inaugural, fue un rubio m¨¢s alto que un aliso, vestido con chaqueta a cuadros y pantal¨®n bombacho, con un malet¨ªn en la mano derecha y una boquilla con el pitillo apagado en los labios. Los que repararon en ¨¦l no tuvieron la sensaci¨®n de contabilizar a un extra?o, les pareci¨® que el rubio mov¨ªa la cresta con la complacencia del gallo que reconoce el corral o del aliso que se cimbrea con el viento del bosque que m¨¢s le gusta. Brazares, el fin del mundo, dicen que dijo, limpi¨¢ndose la carbonilla de las solapas. ?En la aldea hay sitio donde hospedarse o el que no tiene techo se las arregla al sereno...?, inquiri¨® en la propia estaci¨®n. Pregunte por do?a Canda, le informaron. El fin del mundo ya no es lo que fue. La hulla trajo el ferrocarril y los ingenieros, y se empiezan a ver m¨¢s forasteros que naturales. La gente viene con los caprichos que ten¨ªa, dispuesta a duplicarlos, y el dinero empieza a correr como en cualquier Capital. Aqu¨ª ya podemos decir que todos somos mundiales. Ni siquiera do?a Canda se percat¨® de que era rubio te?ido, y eso que la buena mujer calaba a los hu¨¦spedes a primera vista: la solvencia, el trato, las man¨ªas y, por supuesto, cualquier detalle que insinuara la m¨¢s m¨ªnima rareza o extravagancia. El porte y la indumentaria le daban un aire distinguido y la boquilla le serv¨ªa para que resaltara el brillo de los dientes. Veinticuatro horas despu¨¦s en el Cavila, el bar de Brazares donde lo mismo pod¨ªa beberse un champ¨¢n franc¨¦s que un whisky de malta, jug¨® el rubio las primeras partidas, haciendo del dinero m¨¢s ostentaci¨®n que cualquiera de los jugadores habituales, perdiendo m¨¢s que ganando y con pocos miramientos. Parec¨ªa uno de esos jugadores entretenidos, ilusos, que se fijan poco porque da la impresi¨®n de que les sobra el dinero y no saben c¨®mo pasar el rato Del azar me prevalezco para que la vida sea m¨¢s placentera, dec¨ªa el rubio cuando la racha era mala, sin perder la sonrisa y sin que la boquilla dejara de moverse entre los dientes. Me peta el ambiente minero. El oro dorado para los anillos, el negro para la siderurgia. Las manos sucias del picador mejor que las limpias del contable. A usted, por lo que se dice y comenta, lo est¨¢n llevando al huerto cuatro desaprensivos, le dijo un d¨ªa do?a Canda, que sent¨ªa un especial afecto por aquel hu¨¦sped tan educado y familiar. El tren increment¨® el vicio del juego. El que pierde hasta las pesta?as lo hace en beneficio del m¨¢s taimado. No se entiende que haya venido tan lejos a que lo desplumen. Veinte d¨ªas m¨¢s tarde, el ¨²ltimo s¨¢bado del mes, concurrieron al Cavila, como era habitual, los ingenieros y directivos, la flor y nata de la Compa?¨ªa minera. Era la partida mensual por la que el rubio hab¨ªa demostrado especial inter¨¦s, desde que se enter¨® de que se celebraba.Una partida famosa en toda la cuenca, mucho m¨¢s preciada desde que el ferrocarril alcanzara la cabecera de Brazales. El palomo tiene m¨¢s ganas que nadie, inform¨® el propio Cavila gui?ando un ojo a la concurrencia. En las partidas de post¨ªn como en la vida en general no juega el que quiere, sino el que hace m¨¦ritos, dijo el Ingeniero-jefe, que era el m¨¢s zumb¨®n de todos ellos. Al rubio no le dejaron sentarse hasta medianoche. Se jugaba sin tope. Hab¨ªa en el Cavila un ambiente caldeado, con m¨¢s whisky y champ¨¢n que nunca. S¨®lo las consumiciones val¨ªan un potos¨ª, contaba Meandro, que era un minero silic¨®tico que pasaba la vida en el Cavila, dispuesto a aceptar cualquier invitaci¨®n. Amaneci¨® el domingo. El Cavila permanec¨ªa cerrado a cal y canto, sin que nadie hubiera salido. De la timba no hab¨ªa noticia. Toc¨® a misa la campana en la ermita. Las doce y media. A primera hora de la tarde un parroquiano despistado aporre¨® la puerta del bar. Cerrado por defunci¨®n, dijo molesta la voz del due?o. Ya era de noche. La bombilla de la puerta del bar no se hab¨ªa apagado desde el d¨ªa anterior, se apag¨® la ma?ana del lunes cuando, al fin, se fueron los participantes en la timba, que por la cara parec¨ªan venir de velar un cad¨¢ver. El mixto sali¨® a las ocho cuarenta y tres. Era un lunes nublado, llov¨ªa a mares. Las laderas del Valle escurr¨ªan la propia suciedad de los lavaderos como si el agua ya cayese sucia de las nubes. Equipaje propiamente dicho no trajo, m¨¢s all¨¢ del malet¨ªn y la muda, dec¨ªa do?a Canda. El rubio hab¨ªa tomado el mixto. No estaba tan arreglado como cuando lleg¨®, la chaqueta y los bombachos se hab¨ªan arrugado, las ramas del aliso se ve¨ªan un poco abatidas, no ten¨ªa la boquilla en los labios. Y deste?¨ªa, dijo do?a Canda, aquel pelo no era el mismo. Yo reconoc¨ª al hijo de Pesero cuando todos pusieron en la mesa el ¨²ltimo tal¨®n y ¨¦l sac¨® del bolsillo interior de la chaqueta una baraja que daba grima verla, cont¨® Meandro, el silicoc¨®tico, sujetando la tos con esfuerzo. Probablemente era el m¨¢s indicado para reconocerlo porque era el que hab¨ªa compartido m¨¢s horas de trabajo con Pesero, y el rubio algo tendr¨ªa de los ojos del padre, acaso el mismo brillo que hace que las hojas de los tilos se parezcan. ?No querr¨¢ que juguemos con esa porquer¨ªa...?, hab¨ªa dicho el Administrador, que de todos los presentes era el que hac¨ªa mayores esfuerzos para que no se le cerrasen los ojos. Si vuelvo a ganar la ¨²ltima mano, observ¨® el rubio, con esta baraja les propongo la definitiva oportunidad, a la carta m¨¢s alta: todo lo que llevo ganado por la ¨²ltima peseta que cada cual guarde en el bolsillo. La misericordia del entibador es el prurito del hijo del mismo y hoy le hago este homenaje a mi padre. Pesero, el de la aldea de Omada, cuenca arriba. Todas las minas que yo trabaj¨¦ hasta verme como me veo, las entib¨® ¨¦l, dijo Meandro, el silic¨®tico. El hijo era la rama del mismo ¨¢rbol, s¨®lo enga?aba el pelo que se habr¨ªa te?ido para disimular. Perdieron sin remedio, y con las cartas de aquella baraja mugrienta, volvieron a perder hasta el ¨²ltimo c¨¦ntimo. La propia empresa minera iba a entrar en bancarrota despu¨¦s de aquel desaguisado. La baraja es tuya, Meandro, me dijo el rubio enga?oso cuando acab¨® de recoger el dinero y los talones. Jug¨¢bais con ella en el Pozo Sotillo entre barreno y barreno y me consta que jam¨¢s gan¨¢steis otra cosa que alguna llamada al orden del capataz. Pocos en Brazares se acuerdan de Pesero, porque los a?os no pasan en balde y los hombres de la mina pierden relieve cuando la dejan, pero agrada ver c¨®mo los hijos no olvidan a los padres. Me gusta que el fin del mundo ya no lo sea, dicen que le dijo el rubio a do?a Canda despu¨¦s de pagarle la pensi¨®n con una generosa propina. El progreso a todos nos hace progresar, y hasta que lleg¨® aqu¨ª yo no quise volver. De un tiempo a esta parte, lo ¨²nico que saboreo en la vida es el champ¨¢n franc¨¦s.
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