La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despert¨® suavemente con la sensaci¨®n de que algo extraordinario iba a ocurrirle ese d¨ªa. Apenas abri¨® los ojos, recibi¨® la punzada de la premonici¨®n y trat¨® de encontrar la causa de aquel alborozo que la embargaba despu¨¦s de otra mala noche, plagada como siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por recordar. Desde la cama observ¨® el almanaque que ella misma hab¨ªa fabricado y, aunque el santo del d¨ªa era su amado san Rafael Arc¨¢ngel, la fecha no le result¨® reveladora, pues no era su cumplea?os y mucho menos el d¨ªa esperado en que despachaban los mandados en la bodega. Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se incorpor¨® en la cama y se calz¨® las ra¨ªdas pantuflas. Reuni¨® fuerzas y tom¨® impulso para levantarse: de un solo intento qued¨® en pie, perfectamente erecta, y fue entonces cuando empez¨® a temer que su hermoso despertar no fuera m¨¢s que otra jugada sucia de las pesadillas que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sue?o as¨ª tengo que disfrutarlo, pens¨®, y, como ya estaba segura de que pod¨ªan ocurrirle cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumplea?os ni el d¨ªa de la compra de los mandados, camin¨® con determinaci¨®n hacia la cocina y busc¨® una revelaci¨®n en el pomo donde guardaba el caf¨¦. Con alegr¨ªa vio que el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la hac¨ªa sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para tres desayunos y los 12 d¨ªas restantes deb¨ªa calmar el crujido matinal de sus tripas con las tizanas de an¨ªs, de hojas de naranja o de cogollitos de an¨®n que sol¨ªa preparar con mucho az¨²car para sentir en su sangre un poco de energ¨ªa que la empujara a vivir. Mientras el agua para el caf¨¦ se calentaba, Alborada busc¨® en la despensa el cartucho del polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas ma?anas y recibi¨® una sorpresa mayor: all¨ª estaba, invicta, una lata de leche condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan bien conoc¨ªa: desde hac¨ªa diez a?os aquella leche cremosa y pesada hab¨ªa desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla all¨ª, dispuesta para ella, pod¨ªa ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido porque en el fog¨®n, junto al agua que ya herv¨ªa con el polvo del caf¨¦, Alborada descubri¨® dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada ma?ana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo, Tob¨ªas, hasta que la panader¨ªa del barrio fue clausurada por la Ofensiva Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de Mor¨®n. Vale la pena so?ar as¨ª, se dijo Alborada mientras colaba el caf¨¦ y recib¨ªa el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un muerto. ?Y si me despierta a m¨ª?, se alarm¨® la anciana, que opt¨® por invertir sus h¨¢bitos perdidos y comenz¨® el desayuno devorando los dos pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la lenta degustaci¨®n de aquel caf¨¦ divino, que le result¨® m¨¢s amargo por la ingesti¨®n previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo, Alborada esper¨® el despertar fat¨ªdico, con dolor en los huesos y crujidos en las tripas: incluso cerr¨® los ojos, para hacerlo todo del modo m¨¢s natural, pero cuando descubri¨® que en su boca persist¨ªa el sabor del caf¨¦, comprendi¨® maravillada que no iba a ser f¨¢cil salir de aquel sue?o ex¨®tico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se desnud¨® en la cocina: abandon¨® en una silla la vieja bata de dormir que ya hab¨ªa perdido todos sus encajes y luego desat¨® el cord¨®n que sosten¨ªa el bl¨²mer sobre los huesos de sus caderas y dej¨® que ¨¦ste corriera hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sue?o de su vida, todo segu¨ªa pareciendo tan real que Alborada prefiri¨® no correr el riesgo de mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los ¨²ltimos a?os, y camin¨® hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a ba?arse con un jab¨®n Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a perfumarse con la loci¨®n de Avon que hab¨ªa visto por ¨²ltima vez como regalo de su 48? cumplea?os, all¨¢ por 1962. Mientras el agua la purificaba, Alborada se sinti¨® acompa?ada. Era una sensaci¨®n remota, como todas las que estaba recuperando esa ma?ana, pues desde la muerte de Tob¨ªas, 22 a?os atr¨¢s, nadie hab¨ªa compartido el ba?o con ella. "Qu¨¦ bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensaci¨®n de compa?¨ªa era tan palpable como cada uno de los peque?os placeres rescatados del olvido, como la agilidad que volv¨ªa a sus m¨²sculos fl¨¢ccidos, como los deseos de no despertar jam¨¢s y vivir eternamente en aquel mundo donde los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jab¨®n Palmolive y, sobre todo, el caf¨¦ -caf¨¦ puro, sin mezclas horripilantes- resultaban tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde hab¨ªa vivido en los ¨²ltimos a?os. All¨¢, en la amarga realidad de su vida real, m¨¢s de una noche se acost¨® con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado por las rendijas del techo, t¨ªmidamente le hab¨ªa pedido a Dios y a san Rafael Arc¨¢ngel que le concedieran una muerte r¨¢pida e indolora que la librara de las pesadillas, del calor y del estre?imiento que le provocaban los cocimientos matinales cargados de az¨²car. -Por eso estoy aqu¨ª -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intenci¨®n de cubrirse, pero algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ?Eres t¨²? -pregunt¨® la anciana. - ?Qui¨¦n si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ¨¢ngeles que est¨¢n al servicio del Se?or. T¨² quer¨ªas que viniera y el Se?or me permiti¨® complacerte... -?Entonces...? -S¨ª, Alborada, est¨¢s muerta y vengo a buscarte. Perf¨²mate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios m¨ªo -susurr¨® la anciana m¨¢s preocupada por la idea de perder lo que hac¨ªa tan poco hab¨ªa recuperado que por el hecho esperado de estar muerta. -?Qu¨¦ pasa? ?Por qu¨¦ dudas? Alborada corri¨® la cortina y vio ante s¨ª a un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que deb¨ªa tener, pero que entre las piernas luc¨ªa una brillante verga surcada de venas. -No te pareces a ¨¦l... -dijo, indicando hacia la esfingie rosada que ten¨ªa en el cuarto. -Mejor di que ¨¦l no se parece a m¨ª. ?Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme as¨ª, ahora... -T¨² lo pediste. Como hoy es mi d¨ªa, el Se?or me concede escoger a qui¨¦n puedo llevarme. T¨² eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero cuando quer¨ªa morirme no ten¨ªa caf¨¦, ni pasteles, ni leche... y ahora que los prob¨¦ otra vez... -?Prefieres quedarte por esas tonter¨ªas? ?No ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sinti¨® temblores. Al fin asum¨ªa que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de su vida jam¨¢s regresar¨ªan, pero tampoco regresar¨ªa el sabor del caf¨¦ mezclado que beb¨ªa seis ma?anas al mes, el olor de la albahaca silvestre con que sazonaba todas sus comidas, y la expectaci¨®n por saber con qui¨¦n se casar¨ªa la muchacha de la telenovela. La vida pod¨ªa ser terrible, pero era la vida. -S¨ª, Alborada, est¨¢s muerta y vas al cielo. -?Y si no quiero? -se atrevi¨® a preguntar. Ya nada peor pod¨ªa ocurrirle y de pronto descubri¨® que se sent¨ªa desinhibida, libre del miedo con el que siempre hab¨ªa vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy muerta, pens¨®. -Lo siento -se disculp¨® el arc¨¢ngel, y por primera vez sonri¨®-. As¨ª es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por tu sinceridad... -susurr¨® la anciana reci¨¦n muerta, y al fin se atrevi¨® a mirar su cuerpo: segu¨ªa siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendi¨® que lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo conoc¨ªa y quiz¨¢ en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el caf¨¦ que tanto extra?aba cuando estaba viva y miraba con tristeza la despensa mustia de su cocina. -?Puedo hacer algo m¨¢s antes de irnos? -Depende, Alborada -musit¨® el arc¨¢ngel. -Es muy f¨¢cil: quiero ver el mar, acariciar un perro y quiero o¨ªr un danz¨®n. El mulato celestial volvi¨® a sonre¨ªr y Alborada advirti¨® un rubor en sus mejillas. -Concedido -dijo-. Con la condici¨®n de que me dejes bailar el danz¨®n contigo. Hace siglos que no bailo. -Ser¨¢ un honor -dijo Alborada, y pens¨® que su cobard¨ªa hab¨ªa valido la pena. Al fin y al cabo iba al cielo y Dios le hab¨ªa otorgado la mejor de las muertes posibles: acompa?ada por el arc¨¢ngel Rafael y al ritmo de Almendra, su danz¨®n favorito.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.