Albarcas menorquinas PEDRO ZARRALUKI
Elsa Peretti tiene una voz grave en la que se balancea cuando necesita meditar lo que va a decir a continuaci¨®n. Su acento, muy italiano a pesar de los muchos a?os que lleva fuera de su pa¨ªs, le ayuda a ello con la cadencia de ese idioma que siempre ha sacrificado la prisa en aras de la expresividad. Por tel¨¦fono se muestra afable, aunque levemente desatenta a causa de otra conversaci¨®n que parece estar pendiente o haber quedado interrumpida. Y es que Elsa Peretti, cuando habla, tiene algo de las gacelas que beben inquietas a la orilla del lago. Me recibe en su piso del ensanche barcelon¨¦s, una casa grande llena de muebles valiosos y obras de arte. Subo andando por la escalera mientras ella me espera en el rellano repitiendo a voces mi nombre y reproch¨¢ndome que no use el ascensor. Nada m¨¢s verla advierto que Elsa Peretti no se mueve como es habitual. Lo hace de una forma suave y complicada. Cuando me da la mano no la mantiene en l¨ªnea con el antebrazo, sino que alza ¨¦ste hacia lo alto y gira la mu?eca para devolver la horizontalidad a los dedos. Se trata quiz¨¢ de la modernizaci¨®n de un gesto pensado para recibir el roce sutil de unos labios y no un cordial apret¨®n. En cualquier caso, es uno de los ademanes m¨¢s enigm¨¢ticamente femeninos de los muchos que he podido observar. Como Elsa es muy alta y su postura sit¨²a su mano m¨¢s arriba de lo normal, recupero por un instante la sensaci¨®n infantil de estirarme un poco para alcanzar el pomo de una puerta. S¨®lo cuando avanza por el pasillo delante de m¨ª advierto que lleva puesta una bata y en los pies albarcas menorquinas. Aunque Elsa, un rato despu¨¦s, defender¨¢ que el glamour requiere de un gran trabajo de puesta en escena, a m¨ª no me cabe duda de que la elegancia es un regalo de los dioses. Como fatal demostraci¨®n -nacida de una insultante coincidencia-, me basta con mirarme todas las ma?anas en el espejo del vestidor cuando llevo puestos mi bat¨ªn y mis albarcas menorquinas. Por una puerta abierta alcanzo a ver una cama con dosel de columnas salom¨®nicas. Cruzamos el sal¨®n y nos acomodamos en una galer¨ªa llena de luz. Su asistenta, que se llama Tomasa, me sirve a m¨ª una cerveza y a ella un t¨¦ que Elsa Peretti filtra con un colador de mimbre. Enciende un cigarrillo largo y muy fino y me muestra un ejemplar reciente de un Vogue americano en el que, mediante varios fotomontajes, se puede seguir su trayectoria profesional y art¨ªstica. Elsa Peretti naci¨® en Florencia y se educ¨® en Roma y en Suiza. Incapaz como es de permanecer quieta en ning¨²n lugar, a los 21 a?os abandon¨® la casa de sus padres y se lanz¨® a trotar por el mundo. A mediados de la d¨¦cada de los sesenta lleg¨® a Barcelona, donde vivir¨ªa la ¨¦poca enloquecida de la gauche divine y de las noches interminables en el desaparecido Bocaccio. Esta ciudad cambiar¨ªa su vida. Alquil¨® un apartamento delante del hotel Ritz y comenz¨® a trabajar como modelo. Se hizo muy amiga de la fot¨®grafa Colita, que ten¨ªa casa en Begur y que le contagi¨® la fascinaci¨®n por la Costa Brava, donde con el tiempo Peretti acabar¨ªa instalando su peque?o imperio de Sant Mart¨ª Vell. A ra¨ªz de unas fotos que le sac¨® Oriol Maspons, Salvador Dal¨ª la llam¨® para que posara para ¨¦l. Ante el asombro de la joven modelo, la hizo estar una semana entera en Port Lligat vestida de monja. As¨ª se inici¨® una buena relaci¨®n que se prolongar¨ªa al otro lado del oc¨¦ano. Elsa Peretti enciende un cigarrillo detr¨¢s de otro y maldice el t¨¦, demasiado cargado. Se queja de que en esta ciudad resulta imposible dejar el tabaco porque la gente fuma en todas partes, hasta en el agua y circulando en moto. Luego me confiesa que siempre le han gustado las personas que fuman, que beben y que salen por la noche. Tambi¨¦n le gusta el vodka, mucho m¨¢s que el whisky, cuya sola rememoraci¨®n le provoca un moh¨ªn de repugnancia. Apaga un cigarrillo y enciende otro. Yo hago lo mismo. Recuerdo su largu¨ªsima figura retratada por Helmut Newton en un terrado de Nueva York, y le pregunto por aquella ciudad. Lleg¨® all¨ª en 1968, tras pasar por Par¨ªs siguiendo su carrera de modelo. Nueva York viv¨ªa su ¨¦poca de mayor gloria. Trabaj¨® para Halston, que se acabar¨ªa convirtiendo en uno de sus grandes amigos. Conoci¨® tambi¨¦n a Truman Capote en los a?os en los que las mujeres a las que tanto admiraba ya le hab¨ªan repudiado por retratarlas con demasiada dureza -algo que un gran escritor siempre acaba haciendo, seg¨²n Elsa Peretti- en su inacabada novela Plegarias atendidas. Pos¨® para los mejores fot¨®grafos y particip¨® en muchos desfiles de moda, siempre elegante gracias a su inacabable figura, a su don natural y -todo hay que decirlo- a la ingr¨¢vida nebulosa en la que se sum¨ªa al quitarse las gafas para enfilar la pasarela. A estas alturas ya sabemos que la perfecci¨®n es una suma de peque?os defectos. La edad para trabajar de modelo se iba agotando, pero entonces naci¨® la gran Peretti dise?adora de joyas. Seg¨²n ha declarado en algunas ocasiones, nunca habr¨ªa llegado a serlo de no haber vivido en Catalu?a. Y es cierto. En sus estancias aqu¨ª empez¨® a colaborar con el escultor Xavier Corber¨®, quien la puso en contacto con el se?or Abad, un platero con taller en el barrio de Gr¨¤cia. Sus primeras piezas vieron la luz a manos de Giorgio di Sant Angelo. Y en 1974 comenz¨® a producir para la joyer¨ªa Tiffany de la Quinta Avenida de Nueva York, la m¨ªtica Tiffany de Desayuno con diamantes y de Audrey Hepburn. Para esta casa, con la que a¨²n contin¨²a en la actualidad, realizar¨ªa sus mejores y m¨¢s conocidas piezas: el frasco colgante; la pulsera hueso, que se desliza sinuosa en torno a las prominencias de la mu?eca; los escorpiones y serpientes; las jud¨ªas de plata y los diamantes por metros -peque?as piedras engastadas a intervalos en una fin¨ªsima cadena de oro-, de los que Tiffany vendi¨® en el primer a?o nada menos que tres kil¨®metros. Elsa enciende otro cigarrillo, lo sostiene cerca de los labios y me mira fijamente. "En joyer¨ªa me he guiado siempre por el sentido com¨²n, aunque parezca que no lo tengo. He querido hacer cosas que provoquen el deseo de no desprenderse nunca de ellas, capisci? La moda no deber¨ªa ser fugaz". Le digo que sus joyas, de formas org¨¢nicas y sensuales, siempre preparadas para dejarse saborear mediante el tacto, han ejercido una evidente influencia en los mejores dise?adores del momento. Pero ella lo rechaza con un gesto de la mano: "Cada uno llega por su propio camino a la dulzura de las formas". Antes de irme se ofrece a mostrarme la casa. Tiene varias habitaciones para invitados, lo que demuestra su necesidad de rodearse de amigos. Todos los muebles soportan esculturas -muchas de j¨®venes creadores catalanes- y de las paredes cuelgan fotograf¨ªas y cuadros: las cabras de Robert Llim¨®s, un Andy Warhol descomunal que reproduce una hoz y un martillo... Nos cruzamos con la asistenta. Elsa Peretti le dice: "Se?ora Tomasa, ma?ana haremos fagiolini, esas jud¨ªas tan buenas". Me acompa?a a la puerta y me ofrece la mano. En alg¨²n momento de la entrevista he decidido bes¨¢rsela cuando llegara la despedida, pero una s¨²bita timidez me impide hacerlo. Desciendo las escaleras pensando que sin la presencia estilizada y el arte de Elsa Peretti ser¨ªa muy dif¨ªcil explicarse el misterioso atractivo de la ciudad en la que vivo. Esta mujer fascinante es uno de los tesoros mejor guardados de Barcelona.
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