Virus
LUIS MANUEL RUIZ Durante mucho tiempo, los sabios trataron de descubrir qué era aquella cosa insólita, el hombre. Una especie de animal de carga con dos piernas que además de partir el cráneo a sus congéneres y desollar conejos era capaz de trazar abstracciones tan escalofriantes como la sucesión infinita y el álgebra. Presentaba una sospechosa semejanza con bestias de todo tipo, aquellas que recorren los marjales y los bosques, con depredadores, mamíferos sin alma, descastados de la cadena natural. Bien mirado, el hombre no parecía más que un indefenso mono desnudo, blancuzco, que se servía de su laringe para emitir extra?os sonidos concertados con los que alertaba a otros miembros de su manada de peligros o sensaciones. Un día alguien dijo, o dejó escrito, que el hombre era una cierta clase de paradoja genética, una criatura en la que se cumplía el mestizaje de las bestias y los ángeles: como aquéllas, podía mostrarse lo más brutal, ciego y estúpido que cupiera imaginar, masacrando a los compa?eros de su propia especie y llevándose lo que hiciera falta por delante, pero a la vez, asombrosamente, evidenciaba hallarse a la altura de esferas inconquistadas por el resto de los animales, fabricando engendros tan asombrosos y dulces como la astronomía o la música. Otro sabio sugirió que esa duplicidad a todas luces controvertida se debía al hecho de que los hombres eran depósitos o cáscaras de una criatura interior, responsable de su verdadera elevación, de su filiación espiritual, y que dicho animal interior se llamaba alma. El hombre, por tanto, era un ser condenado a una suerte de esquizofrenia perpetua entre su bestialidad y el infinito, entre las cámaras de gas y la poesía. Un descubrimiento último, al final de dos milenios de cansados diccionarios y refutaciones, aportó la clave: el hombre era un virus. Un virus vulgar y corriente, como el ébola y la gripe, sólo que mucho más mayorcito, responsable y mortífero, y por tanto mucho más culpable. Los efectos de ese virus letal estamos hartos de sentirlos todos los veranos. Genocidios y hachazos maritales aparte, como si aniquilar al vecino se hubiera vuelto un pasatiempo de lo más rutinario y aburrido, el hombre la emprende con los bosques, ese barómetro inocente de que a la tierra que nuestro virus parasita todavía le quedan algunas fuerzas para respirar. No hay día en que se abra el periódico o conecte el televisor en que no se nos alerte de una nueva catástrofe, en Andalucía o fuera de ella, que ha vuelto a borrar de la faz del planeta, colillas o gasolina mediante, un potencial que a cada momento que pasa le es más y más necesario a este averiado mundo de desagradecidos. Uno se pregunta por el sentido común de los individuos que perpetran estos actos, y concluye que dotar de responsabilidad o inteligencia a unos sujetos así es una pura prosopopeya, hipótesis infundada: seguramente no sean más que bacilococos, bichos repugnantes y descatalogados, que se divierten reduciendo a ceniza el futuro. A veces, uno lamenta que la Tierra perdiera su sistema de anticuerpos en el tajante periplo de la evolución natural: ellos habrían dado cuenta de esa infección incurable y esta columna no tendría razón de ser.
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