Sonre¨ªr a los 90 a?os
Con la muerte de Leo Castelli desaparece el creador de un prototipo de galerista, que se impuso a partir de la d¨¦cada de los sesenta, cuando se demostr¨® que la vanguardia pod¨ªa ser un negocio excelente. Hasta entonces, quienes se dedicaron a la promoci¨®n comercial del arte renovador eran, m¨¢s o menos, personalidades "rom¨¢nticas", cuya afici¨®n por el arte les hab¨ªa puesto en esa v¨ªa comercial y que, en todo caso, una vez demostrada su sagacidad y competencia, deb¨ªa esperar algunas d¨¦cadas para pensar en los beneficios. Fueron los casos de, por ejemplo, Ambroise Vollard y Daniel-Henri Kahnweiler, por citar a los m¨¢s conocidos. Tambi¨¦n, claro, estaba el modelo de millonaria coleccionista, que, en un momento determinado, decid¨ªa abrir una galer¨ªa, como la c¨¦lebre Peggy Guggenheim y su galer¨ªa Art of this Century, pero se trata de un modelo tramposo, porque, con dinero a espuertas, no s¨®lo es imposible fracasar, sino que el verdadero negocio del arte se hace comprando, no vendiendo, lo cual s¨®lo est¨¢ al alcance de los ricos.Leo Castelli tuvo la extraordinaria fortuna de ser y estar en el lugar y el momento precisos, ya que, si no, el talento no se traduce en ¨¦xito. De hecho, su tard¨ªa relaci¨®n con el mundo del arte data de 1935, cuando se asoci¨® con el galerista parisino Ren¨¦ Drouin, pero la Segunda Guerra Mundial dio al traste con estos primeros escarceos. Huido a los Estados Unidos, en cuyo ej¨¦rcito combati¨® durante la contienda, logrando la nacionalidad, su reaparici¨®n en el mundo del arte se produjo en Nueva York en 1957, cuando ya contaba 50 a?os. Fue entonces cuando verdaramente brill¨® su estrella, pues se encontr¨® con el pleno triunfo del expresionismo abstracto y, sobre todo, en la ciudad llamada a ser la nueva capital mundial de la vanguardia, pero con el prestigio y la experiencia de haber conocido antes Par¨ªs. Y todav¨ªa m¨¢s: abre su galer¨ªa neoyorquina en el momento en que se impon¨ªa un relevo generacional que consolidase el naciente imperio art¨ªstico americano.
Entonces fue cuando Leo Castelli, con la inestimable ayuda de su primera mujer, Ileana Sonnabend, un nombre tambi¨¦n m¨ªtico en el mundo comercial estadounidense, pues tras el divorcio ella abri¨® una galer¨ªa propia, acert¨® de lleno. El acierto fue confiar en un artista entonces desconocido, Robert Rauschenberg, y en los amigos de ¨¦ste, entre los que se encontraba, ni m¨¢s ni menos, Jaspers Johns. Estos artistas no s¨®lo trabajaban en una direcci¨®n alternativa al expresionismo abstracto, sino que plantaron la simiente de todo lo que vino despu¨¦s. Eran, por ejemplo, el punto de referencia obligado de los artistas pop de los sesenta, pero, con su recuperaci¨®n de Duchamp, en la "objetualizaci¨®n" de lo pict¨®rico, tambi¨¦n de todos los movimientos posteriores hasta el arte conceptual. ?s¨ª no es extra?o que Castelli no tuviera m¨¢s que dejarse llevar por tan propicio carril.
Tan buenos mentores y circunstancias no quitan un ¨¢pice de m¨¦rito a Castelli, porque son muy pocos los galeristas que saben escuchar a los artistas y a los expertos, o, en el caso de hacerlo, gestionar esa informaci¨®n privilegiada. En ese sentido, Castelli fue verdaderamente excepcional, manteniendo sus apuestas con arrogancia frente a los clientes timoratos o indecisos. Castelli supo mimar a sus artistas, no s¨®lo ofreci¨¦ndoles condiciones ins¨®litamente ventajosas, sino comprendiendo que ellos eran los aut¨¦nticos protagonistas. Esto explica la fidelidad con que los artistas se comportaron cuando les lleg¨® el ¨¦xito. Hay una foto de aniversario de los a?os ochenta muy elocuente, en la que aparece Leo Castelli rodeado de los artistas de su galer¨ªa, entre los que se hallaban famosos de tres generaciones diferentes, desde los antes mencionados Rauschenberg y Johns hasta Warhol y Basquiat. Con los a?os, Castelli supo adem¨¢s cultivar una imagen de elegante se?or mayor, cosmopolita, refinado, sabio, como si fuera ¨¦l mismo una especie de mecenas millonario. En cierta manera, era una imagen verdadera, porque logr¨® amasar una gran fortuna y no se sonr¨ªe por las ma?anas en una tienda, a partir de cierta edad, ni por necesidad. Y Castelli lo estuvo haciendo hasta los 91 a?os. Ahora ?qui¨¦n da m¨¢s?
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