Michel Deville dibuja una magistral met¨¢fora de una sociedad enferma
El suizo Alain Tanner reitera hasta el tedio sus viejas obsesiones
El franc¨¦s Michel Deville trajo ayer la ¨²ltima pel¨ªcula del concurso, una obra maestra absoluta titulada La enfermedad de Sachs, en la que dibuja con trazos rutundos, de pasmosa precisi¨®n, el retrato de una sociedad enferma, la francesa o la nuestra, la occidental. Se sirve para lograr esta haza?a de una met¨¢fora inteligent¨ªsima, el ajetreo de la tarea cotidiana, casi infernal, de un m¨¦dico rural. Es un filme imprescindible, cuya dolorosa vigencia contrasta con el tedioso envejecimiento que otro veterano, Alain Tanner, deja ver en Jon¨¢s y Lila.
Hay muchos accesos al interior del relato o de los muchos relatos que se tejen y unifican en contrapunto dentro de La enfermedad de Sachs. Michel Deville es un habil¨ªsimo escritor de muchas buenas pel¨ªculas y director de unas cuantas excelentes, entre las que hay dos eminentes, La lectora, que escribi¨® y realiz¨® en 1988 y que es la ¨²nica de cuantas ha dirigido que ha obtenido eco en Espa?a, y esta La enfermedad de Sachs, que ayer cerr¨® el concurso de esta mejor que buena edici¨®n del festival donostiarra.Esta asombrosa pel¨ªcula es ante todo el relato descriptivo de un oficio, de una tarea, la de un m¨¦dico rural franc¨¦s, hombre dolorido por el dolor ajeno y consciente de que su trabajo causa enfermedad en la misma o mayor medida que la cura. Michel Deville ha creado un personaje de una formidable potencia, un enigma viviente. Es un tipo oscuro, atormentado, solitario, mis¨¢ntropo y, sobre todo, mis¨®gino. Reniega de las mujeres porque le saca de sus casillas que enfermen con m¨¢s frecuencia que los hombres, y ¨¦l es un m¨¦dico al que duele el dolor ajeno. Traduce su desasosiego en una actividad fren¨¦tica, enfermiza, lo que le convierte en una especie de santo ateo, refugiado en su trabajo, al que da proporciones febriles.
Es La enfermedad de Sachs en este sentido un modelo de ese tipo de relato que Ignacio Aldecoa llamaba la ¨¦pica de los oficios, y su ritmo trepidante, casi vertiginoso, proviene en buena parte de esa singular estructura de epopeya sobre el trabajo humano. El punto de uni¨®n de los hilos secretos del dolor de una colectividad es la consulta del m¨¦dico de ese grupo humano, lugar donde fatalmente confluyen, como en una cloaca, las basuras, todos los quebrantos, los dolores, los miedos, los conflictos, las soledades, las carencias, las miserias y los umbrales de muerte de las gentes que convergen en esa apretada met¨¢fora de las sociedades occidentales contempor¨¢neas ideada por Deville.
?ste urde su estrategia narrativa de La enfermedad de Sachs con enorme astucia y no menos riesgo, afrontando en todo momento la l¨ªnea de mayor resistencia, cosa que se nota, por un lado, cuando traza el recorrido global del relato mediante el entretejido de los recorridos de los rostros individuales de un largu¨ªsimo reparto coral -compuesto por decenas y decenas de personajes viv¨ªsimos- en el que ¨¦stos son definidos con un solo infalible brochazo y en unos pocos instantes, pero con tan absoluta precisi¨®n que llegamos a conocer a todos los habitantes -los enfermos y sus familias- del pueblo de Sachs al dedillo cuando termina la pel¨ªcula, que parece espesa e intrincada cuando comienza, pero que acaba siendo al final transitable y di¨¢fana.
Y, por otro lado, se nota la temeraria audacia de Deville cuando fija la c¨¢mara y ¨¦sta encuentra en contrapuntos de absoluta maestr¨ªa momentos de reposo dentro del ir y venir de los incontables personajes que se anudan en la memoria y en la personalidad, compleja, atormentada y abnegada hasta casi la santidad, del m¨¦dico rural protagonista. De esta forma, una parte de La enfermedad de Sachs es la introspecci¨®n minuciosa de la interioridad del singular m¨¦dico y otra, entrelazada con la anterior, los retratos instant¨¢neos de todos y cada uno de sus pacientes.
Dos materias formalmente opuestas -muchas figuras de fondo y un solo due?o del proscenio- se funden en una especie de pi?a humana en la que no hay manera de desgajar una cosa de otra, un rostro del que se cruza con ¨¦l, y todo ha de ser contemplado como conjunto, como grupo, como colectividad o, en definitiva, como met¨¢fora de un modelo de sociedad, la nuestra, la occidental, que sale del memorable repaso a que la somete Michel Deville desnudada, desenmascarada y hecha unos zorros. Vivimos en una sociedad enferma y generadora de enfermos. Y Michel Deville nos lo cuenta de forma bella, ¨¢gil, ligera, fascinadora y, sobre todo, irrefutable. Radicalidad extrema
El retrato que hace Deville del entorno de su m¨¦dico, que es nuestro propio entorno, es de radicalidad extrema, a causa de su capacidad para convertirse en espejo en el que reconocemos nuestra casa. Somos espectadores y pobladores de esa met¨¢fora de sociedad enferma. Nos movemos en formas de vida generadoras de mal, de dolor, de locura y de muerte, y la primera de las causas de esas patolog¨ªas colectivas es precisamente la destinada a combatirlas, la medicina o, m¨¢s exactamente, la medicalizaci¨®n de la sociedad, la agresi¨®n cl¨ªnica a la vida. En este marco, el m¨¦dico Sachs es, y como tal se comporta, un hechicero, un revolucionario y un santo curandero. Pero es tambi¨¦n un agente pat¨®geno, un creador de mal, y lo sabe.
El prodigio de gui¨®n que requiere contar estas y muchas m¨¢s cosas que hay dentro de La enfermedad de Sachs sin hacer un prosaico y aburrido ensayo sociol¨®gico, sino ideando una historia po¨¦tica viva, que divierte, emociona, conmueve y cautiva, se intuye. Es, en efecto, uno de los mejores guiones que he visto fundido en una pantalla en muchos a?os. Y se intuye tambi¨¦n la extrema dificultad que requiere el ejercicio de direcci¨®n capaz de poner la pantalla a la altura de esta tupida red de cruces y encrucijadas humanas. Estamos ante el equilibrio so?ado de las obras maestras. Las refinadas alturas a que apuntaba la admirable La lectora se elevan aqu¨ª mucho m¨¢s y conducen a un trabajo de cumbre.
Como Jon¨¢s y Lila, es un trabajo desalentador, indigno del director de La salamandra y La ciudad blanca. Alain Tanner repite sus obsesiones, cae en in¨²tiles reiteraciones, no desarrolla bien lo que quiere contar o cuenta a medias y se pierde en un desenlace lleno de amagos y tanteos que no cuajan en ninguna imagen contundente, pues detr¨¢s de la pantalla no hay creaci¨®n consistente de personajes, ni de mundos, ni de caminos. S¨®lo autoplagios con sabor a naftalina, cosa ya irremediablemente vista.
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