La palabra libre
Cuando se pretende participar directamente en el hacer pol¨ªtico, cuando lo que prima es la acci¨®n, no queda otro remedio que entrar en un partido. Lo malo es que ello conlleva la disposici¨®n a identificarse con uno y, llegado el caso, a pelearse con todos los dem¨¢s. El dogma indiscutible, aquel que hace la militancia tan ardua de soportar para las personas que pretenden permanecer due?as de su juicio, es el af¨¢n colectivo de llevar siempre la raz¨®n. Confesar que se ha cometido un error, o que se ha cambiado de opini¨®n, queda fuera del horizonte pol¨ªtico. El hombre de acci¨®n precisa de un ¨²nico don, saber manejarse entre diversos clanes, de modo que se distinga por su capacidad de encaje y de liderazgo, cualidades que, lejos de rechazarse, se complementan. En una sociedad, trabada en una red de intereses organizados, s¨®lo una acci¨®n coordinada resulta eficaz, sin que al francotirador le queden muchas oportunidades.En cambio, nada m¨¢s letal para un discurso creador que su uniformidad. Admiramos los ejercicios bien conjuntados de muchos; nos espanta o¨ªr los mismos argumentos repetidos una y otra vez por los miembros de una secta o de un partido. Vale el conjuntar la acci¨®n; repugna la palabra metida en un molde que iguala todas las voces. Karl Vossler elogiaba a los alemanes diciendo que cada uno piensa por su cuenta, pero saben actuar conjuntados, mientras que de los espa?oles afirmaba lo contrario, que todos pensamos lo mismo -consideraba el fanatismo dogm¨¢tico nuestro rasgo hist¨®rico mejor definido- pero, a la hora de actuar, cada espa?ol hace la guerra por su cuenta; nos recordaba que no en vano hemos inventado la guerrilla.
En contraste con la nuestra, la democracia ateniense sobresale porque cada cual -si se era mayor de 18 a?os y libre, y no esclavo, var¨®n, y no mujer, ciudadano, y no extranjero, no olvidemos las exclusiones que hoy nos resultan insoportables- pod¨ªa argumentar libremente en la asamblea. Para Her¨®doto, la democracia consiste precisamente en el derecho de cada cual a hacerse o¨ªr en p¨²blico (¨ªsegor¨ªa). Eur¨ªpides, en Las Suplicantes, al elogiar por boca de Teseo la democracia ateniense, subraya que en la asamblea, "cada cual, puede brillar o callarse, ?cabe imaginar una m¨¢s bella igualdad?". Para los atenienses, la igualdad no era la econ¨®mica -nunca se aspir¨® a eliminar la diferencia entre ricos y pobres, aunque la voluntad mayoritaria supo mantener un cierto equilibrio- ni la social -los ciudadanos, dependiendo de la riqueza, alcurnia, o sabidur¨ªa, eran m¨¢s o menos influyentes-, sino que, como nos recuerda Eur¨ªpides, "la igualdad m¨¢s bella" consist¨ªa en el derecho de cada cual a defender en p¨²blico sus intereses y opiniones, en el convencimiento de que los mejores argumentos terminan imponi¨¦ndose. Racionalidad que introdujeron los griegos y de la que nunca renegaron, pese a que en el debate p¨²blico no siempre ganaba el mejor argumento, sino el que se presentaba de manera m¨¢s seductora y con m¨¢s refinada carga ret¨®rica, como qued¨® de manifiesto al desarrollarse m¨²ltiples t¨¦cnicas de oratoria y de persuasi¨®n que los llamados sofistas ense?aban al que pod¨ªa pagarlas. Pero, ello no fue ¨®bice para cuestionar el derecho fundamental de cada ciudadano a tener acceso a la palabra p¨²blica, como condici¨®n indispensable de la libertad igualadora.
Mientras que en Atenas la democracia consist¨ªa en la posibilidad de que cada cual pudiera participar en el debate p¨²blico, aunque luego fueren s¨®lo unos cuantos los que se atreviesen a hablar en la asamblea, en las democracias representativas modernas que se levantan sobre sociedades en la que predominan redes bien estructuradas de intereses, la palabra p¨²blica es privilegio de los pocos que de alguna forma tienen acceso a los medios de comunicaci¨®n. Son ¨¦stos los que administran -seg¨²n criterios tanto m¨¢s restrictivos, cuanto mayor sea la difusi¨®n del medio- el reparto de la palabra. Un cierto pluralismo de los medios favorece todav¨ªa alguna diversidad, aunque las ideas que constituyen el marco m¨¢s amplio de convivencia se mantengan ya bajo un control f¨¦rreo. Por mucho que los medios se esfuercen en disimular el poder que ejercen en la configuraci¨®n de la opini¨®n p¨²blica, el hecho es que el monopolio m¨¢s agresivo y temible que se dibuja en el horizonte es el de la palabra. Monopolio que ejerci¨® durante siglos la Iglesia y que amenaza con reconstituirse, pero esta vez de manera mucho m¨¢s sibilina, al ocultar la multiplicidad de fuentes de informaci¨®n la mara?a de intereses que se apoyan o se combaten tras las bambalinas. Por mil conductos distintos, con una tecnolog¨ªa cada vez m¨¢s avanzada, y pese a ir en aumento el n¨²mero de medios, impresiona la velocidad con la que en este ¨²ltimo decenio se ha ido uniformando el discurso. Y la situaci¨®n ha llegado a ser tan grave, porque ya apenas se percibe. A nadie asombra que a la mayor¨ªa de los parlamentarios, pese a su nombre, no se les haya o¨ªdo hablar, privilegio de unos pocos portavoces. La reforma del reglamento del Congreso de Diputados sigue durmiendo el sue?o de los justos, sin que ello preocupe demasiado. Nos hemos acostumbrado a que sean un par de docenas las voces que llegan a la opini¨®n p¨²blica y se nos ha educado para que rechacemos al miembro de un partido que ejerza su propio juicio y se atreva a discrepar de la mayor¨ªa. Los congresos de los partidos, asumiendo todo lo que les llega desde la c¨²spide, se ganan casi con el cien por ciento de los votos y ello no comporta una huida masiva de votantes; antes al contrario, se vende como prueba de cohesi¨®n interna. En estas condiciones, ?qu¨¦ pol¨ªtico en activo podr¨ªa desasosegarse por no poder emplear otro lenguaje que el enlatado que le sirve el partido? No desentonar es la preocupaci¨®n principal del militante con ambiciones, y para ello nada mejor que callar. Sin abrir la boca, lo ¨²nico que importa es tratar de hacer las cosas lo mejor posible en el ¨¢mbito de sus competencias.
Si adem¨¢s se hace depender las ideas pol¨ªticas de los intereses de clase, y unos se autoproclaman representantes de los que nada o poco tienen, y a los otros se les convierte en los defensores de los m¨¢s ricos y poderosos -visi¨®n que apuntala la diferencia, bastante bien arraigada en la conciencia popular, de izquierda y derecha- el acierto o el error se transforman en un juicio moral sobre la solidaridad con los m¨¢s, frente al ego¨ªsmo de los pocos. De ah¨ª que la izquierda exista s¨®lo como conciencia moral, en un mundo que se supone partido entre los intereses de los de arriba y los de abajo. Con ello, aparte de este dualismo elemental, la vinculaci¨®n de la pol¨ªtica con la ¨¦tica es constitutiva de la iz-
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La palabra libre
quierda y, por tanto, los esc¨¢ndalos econ¨®micos le tocan m¨¢s de lleno que a la derecha, que al distinguir entre el plano pol¨ªtico y el moral los soporta mejor.
No somos conscientes hasta qu¨¦ punto la palabra libre ha desaparecido de la esfera p¨²blica. Si entendi¨¦ramos la democracia a la manera griega, como isegor¨ªa, es decir, como la oportunidad real de cada ciudadano de decir en p¨²blico lo que piensa, dif¨ªcilmente podr¨ªamos calificar de democracias a los sistemas pol¨ªticos de nuestro entorno. Hagamos, al menos, el esfuerzo de pensar qu¨¦ tipo de r¨¦gimen pol¨ªtico es uno que, tras un fondo de mil murmullos, se basa en unas pocas voces, del que ha desaparecido casi por completo la gran invenci¨®n griega, la palabra libre, al alcance de todos.
La libertad consist¨ªa para los griegos en la posibilidad real de decir en p¨²blico lo que pensamos y lo que nos pasa. La libertad, participaci¨®n con la palabra viva, se entiende as¨ª de manera positiva. En cambio, hoy la entendemos de manera negativa, como protecci¨®n de una esfera privada -que, al decir de Locke, configuran patrimonio, creencias y familia- de la que queda excluido el Estado, con el derecho a?adido de elegir cada tantos a?os a los que nos gobiernan. El principio de igualdad de derechos obligaba en la Atenas democr¨¢tica a respetar el derecho de cada uno a hablar en p¨²blico, a la vez que la gesti¨®n del Estado se encargaba a ciudadanos elegidos por sorteo. El que unos pocos pudieran levantarse en la asamblea y pedir que los eligiesen porque se estimaban los mejores, a los atenienses les parec¨ªa una actitud elitista y, desde el principio de que todos los ciudadanos son iguales, profundamente antidemocr¨¢tica.
El ciudadano, para serlo cabalmente, no puede renunciar a hablar libremente en p¨²blico. La historia de las democracias modernas en cierto modo se corresponde con los m¨²ltiples esfuerzos por salvar la palabra libre, aloj¨¢ndola en ¨¢mbitos distintos, del parlamento a los medios -a la prensa, a la radio, nunca se sinti¨® a gusto en la televisi¨®n-, ahora se refugia en Internet, que nos ha permitido seguir las ¨²ltimas guerras, inform¨¢ndonos en ambos bandos contendientes. La lucha por la palabra sigue marcando el destino de una civilizaci¨®n que se quiere digna sucesora de la que en la Grecia cl¨¢sica invent¨® la palabra p¨²blica y libre, como derecho inalienable de todos los ciudadanos.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico excedente de sociolog¨ªa.
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